Creo que puedo hablar desde la experiencia que ofrecen siete
años de escribir artículos en un blog, para posicionarme absolutamente en
contra de la proliferación de insultos, vertidos hacia otros, a través de la red, defendiendo
la teoría de que el Diccionario de la Lengua Española resulta ser lo
suficientemente amplio, como para no tener que emplear, jamás, términos que ofendan los sentimientos de otras
personas, por muy en contra que estemos de sus opiniones, afectos o querencias.
Jugar con el vacío legal existente en este medio, por el que
todos nos comunicamos, no exime de la obligación de respetar ciertas normas,
que tácitamente uno debe aceptar cuando decide lanzar un mensaje, que deja de
ser privado en el mismo momento en el que entra en este gigante de la
comunicación, convirtiéndose en una especie de ventana a la cualquiera puede
asomarse para escudriñar nuestra intimidad, aunque sin trasgredir el derecho
que preserva la de todos, a través de los gestos, las imágenes o las palabras.
Puedo asegurarles, y todos mis seguidores son testigos de
excepción de que lo que digo es totalmente cierto, que en este periodo que va
desde Mayo del 2010, a la actualidad, he tratado una gran variedad de temas sin
censuras ni cortapisas y que la mayoría de las veces, mis opiniones han sido
muy críticas con ciertos personajes, hechos o situaciones, pero que siempre,
desde el primer momento, tuve muy claro que resultaba estrictamente necesario
trazar una línea que jamás debía traspasar y hasta el día de hoy, he cumplido esa
promesa, escrupulosamente.
La libertad de expresión, que debe ser considerada como un
derecho inalienable para todos los seres humanos, consiste fundamentalmente, no
sólo en que uno pueda decir con total libertad lo que piensa, sino también en
que los otros puedan hacer lo propio, en idénticas condiciones, procurando no
caer nunca en la trampa de que la indignación se transforme en odio, ni las
ideas en conceptos radicalizados que harían perder cualquier atisbo de razón, a
aquellos que se proponen una labor de comunicación o proselitismo.
Atentar contra los demás, amparándose en esta especie de
plácido anonimato que ofrece la red, no es más que un acto supremo de cobardía,
que señala a los autores de estos mensajes, la mayoría de las veces
indiscriminados y fruto de un momento de total obcecación, en seres incapaces
de empatizar con los sentimientos que puedan albergar los receptores, que en
todos los casos han de ser necesariamente muy similares a los propios, ya que
todos formamos parte de una misma especie.
Verdad es, que habría que regularizar la situación legal de
este medio, que se está escapando de las manos, a pasos agigantados, como
cobrando vida propia, pero no es menos cierto que cada uno de nosotros es, en
definitiva, dueño soberano de aquello que dice y que por tanto, debe asumir las
responsabilidades que se deriven de ello.
La regla, que no está escrita, pero que cualquier persona
inteligente entendería sin demasiado esfuerzo, es que el respeto a la
pluralidad ha de estar siempre por encima de aquello que concierne a uno sólo,
por una simple razón numérica y ya les reconozco yo, que se dan muchas
situaciones en las que a uno le apetecería enormemente dar rienda suelta al
animal que todos llevamos dentro, aunque la idea queda inmediatamente anulada,
en cuanto entendemos que sólo hay un paso que separa la inteligencia de la
estulticia.
A los que nunca se plantearon eso, a los que lanzan mensajes
de odio hacia los demás o a los que escriben lo primero que les viene a la
cabeza, dando rienda a demonios
personales, a que quizá debieron tratarse hace tiempo, yo les aconsejaría que
pusieran en práctica el ejercicio reflexionar sobre lo que sentirían, si los mensajes fueran dirigidos
contra ellos.
Si son personas normales, no hará falta absolutamente nada
más y si no lo son, probablemente necesitan con urgencia una ayuda profesional
que les enseñe a canalizar el odio, cosa que puede hacerse y miles de expertos
en Psicología, podrían dar fe de ello.
Y a los usuarios de la red, como ustedes y como yo, rogar
encarecidamente que colaboren en no convertir en virales tan tremendos
desatinos, pues al hacerlo, nos convertiríamos, en cierta medida, en cómplices
de las acciones perpetradas por estos personajes anónimos, a los que como
mínimo, se podría calificar como
desequilibrados, categóricamente.