Después de un mes desconectada de la realidad cotidiana,
perdida por verdes paisajes capaces de hacer olvidar hasta el más oscuro de los
problemas y abducida por el goce de la buena gastronomía nacional y la
conversación de algunos a los que mucho quiero, no es cosa fácil retornar a la
rutina gris y poco alentadora que a todos, por desgracia, nos rodea y menos
aún, reencontrarse de frente con una
actualidad que nada ha cambiado desde
que cerré mi comunicación con el mundo y que continúa dando escasas alegrías a
casi todos los que me rodean.
Esto del trabajo, por mucho que te guste lo que haces y
aunque desde hace tiempo se haya convertido en una especie de tesoro bastante
difícil de alcanzar, no deja de ser en el fondo, algo que se impone como una
necesidad para la supervivencia y ha de resultar, por tanto y necesariamente,
mucho peor que el libre albedrío de poder
estar exactamente allí dónde quieres, haciendo en cada momento,
únicamente, lo que te da la real gana.
Probar el dulce néctar de la holganza para tener que
abandonarlo después, no resulta pues, fácil de digerir y quizá por eso he
preferido que mis palabras de hoy sean una especie de capítulo de transición
entre el reposo continuado del último mes y la entrada en materia que intentaré,
con toda probabilidad, mañana.
Lo que he definido en los párrafos anteriores y que siempre
nos ha pasado a todos, aunque sólo unos pocos tengamos el descaro de
confesarlo, desde hace un tiempo, ha sido bautizado por psicólogos y
profesionales como “Síndrome post vacacional”, lo que en el fondo no significa
más que un deseo íntimo e incontrolado de querer prolongar todo lo posible la
maravillosa inactividad que nos proporcionan las siempre cortas semanas de
asueto.
Lanzarse pues, sin red, a la cruda tarea, sea cual fuere la
que nos ocupa y cambiar de un plumazo la exquisita brisa de los montes por la
altísima dosis de polución que provocan
los atascos en nuestras ciudades, incluso sin contar con la desagradable misión
de deshacer maletas, lavar su contenido y adecentar la casa para que vuelva a
reunir unas mínimas condiciones de habitabilidad, no puede sino producir en
nosotros, ciertos síntomas depresivos que, como todos los años, iremos
superando, a medida que consigamos adaptarnos de nuevo a lo que , en resumen,
es nuestra verdadera vida.
Sentada hoy ante el papel, intentando infructuosamente,
encontrar las palabras con las que recuperar mi contacto diario con vosotros,
sólo se me ocurre que al final, van a tener razón los que defienden que la
felicidad plena se encuentra directamente relacionada con vivir en la inopia.
Pobre de mí. Nunca he sido capaz de conservar, por muy
beneficioso que me sea, tal estado y por ello, auguro sin temor a equivocarme,
que para mi desgracia, sólo me costará un día asumir el duro camino de volver.
Me alegro de encontraros a todos para darme ánimos.