La larga trayectoria política de Juan Mari Bandrés se agota justamente cuando se cumple el mayor de sus sueños y nos deja, como hubiera querido, en un Euskadi libre de violencia, al que dedicó los mejores años de su vida, siempre en favor de que los hombres y mujeres de su territorio, alcanzaran verdaderamente sus sueños de libertad.
Debido a su forzoso retiro, puede que resulte para los jóvenes un perfecto desconocido, pero su lucha data de aquellos años oscuros de la dictadura, en que no era fácil decantarse por un camino de justicia y la vida quedaba condicionada para siempre, si tenías el atrevimiento de salir del redil.
Su actuación como abogado defensor de Mario Onaindía, en el famoso Juicio de Burgos, ya le valió la desafección de un régimen, que juzgaba en causas sumarísimas a sus opositores, en tribunales militares, condenándolos de antemano, en algunos casos como éste, a muerte, sin la menor duda razonable que pudiera probar su inocencia.
No había entonces demasiados abogados valientes, dispuestos a sacrificar su trayectoria profesional para colocarse al lado de lo justo y las vicisitudes que rodeaban las puertas cerradas donde se decidía la suerte de los encausados, no era plato de gusto para quien decidía tomar este sendero y repercutía gravemente en su vida personal, poniéndolo en el punto de mira de un férreo aparato policial ,deseoso de llenar las cárceles de supuestos enemigos de su nefasta ideología.
Una vez instalada la democracia, Bandrés fundó en Euskadi un partido de izquierdas (Euskadiko Esquerra) y empezó a dedicar su tiempo a tratar de convencer a los miembros de Eta, de que continuar su camino de violencia carecía de sentido en un arco político en el que tenía cabida cualquiera de las reivindicaciones territoriales que quisieran llevarse al Parlamento, incluidas las favorables al independentismo, tan reclamadas desde los dominios de los abertzales.
Consiguió reinsertar a los miembros de ETA político militar en la sociedad y se convirtió a partir de entonces, en un nuevo enemigo de las viejas glorias etarras, que no estaban dispuestas a renunciar al terror que causaban sus innumerables atentados, ni a la importante fuente de ingresos que representaban las recaudaciones del impuesto revolucionario y el pago por los secuestros realizados, a lo largo y ancho del país.
Decepcionado por su impotencia para terminar con la lacra social que representaba para su pueblo un bastión de guerrilla instalado en los mismos cimientos de la vieja Europa y aunque nunca renunció a la esperanza de ver cumplido su sueño, su vida derivó hacia la defensa de los derechos humanos y por ello, fue reconocido, en innumerables ocasiones.
La grandeza de Juán Mari Bandrés estribó en la simplicidad de su postura humilde, a pesar de ser una figura política de primer orden, antes, durante y después de la transición. Su falta de ambición y su demostrado interés por asuntos íntimamente relacionados con los más desfavorecidos, probablemente le privaron de la importancia real que su valía personal merecía y le relegaron a un segundo plano, lejos de los fastos y el boato en el que se movían otros mucho más interesados en alcanzar el poder y menos en obtener el bienestar de las mayorías.
Perdemos con su marcha a un hombre bueno, cuyo nombre ha quedado enterrado entre otros muchos que con él, contribuyeron desinteresadamente a mejorar la vida de sus conciudadanos, aportando lo mejor que tenían, sin exigir a cambio esas prebendas tan de moda, que ahora reclaman los políticos de turno como pago de sus desastrosos servicios.
La lucha entonces era cuestión de ideología y bastaba y sobraba con la satisfacción de poder aportar un grano de arena a la construcción de un futuro mejor para todos nosotros.
Esperemos que su enfermedad le haya permitido tener la satisfacción de marchar, sabiendo que a su tierra llegaba al fin la paz, por la que tanto dio, durante sus años en activo. Nadie la mereció más que él.