Como todos los años, mi manera de felicitar a mis lectores llega en forma de Cuento. Deseo para todos nosotros que seamos capaces de seguir adelante, sin que la visión del mundo que nos rodea sea capaz de contaminar nuestras conciencias y que sepamos encontrar un poco de felicidad en las cosas pequeñas que nos arropan todos los días, sin que a veces sepamos apreciarlas.
En busca de la dignidad
A Manuel G., España le propinó una sonora patada en el culo a
mediados de 2012. Había terminado la carrera hacía más de tres años y a pesar
de contar con un Máster de alto nivel y dominar dos idiomas, el trabajo tardaba
en llegar y la situación de sus padres, que le habían mantenido hasta entonces,
había cambiado considerablemente cuando
la Fábrica que desde siempre sustentaba a la familia, había puesto en la calle
a todos los mayores de cincuenta años, con la excusa de no poder asumir el
montante de sus salarios.
El que hasta entonces había sido un hogar sin estrecheces,
empezó a convertirse en una especie de ratonera en la que cualquier gasto que
no se considerara imprescindible hubo de ser necesariamente, un lujo a
eliminar, mientras el colchón con el que se contaba para los imprevistos,
desaparecía en manos de un banco, al haber sido invertido en participaciones
preferentes.
Manuel G, que había disfrutado, como otros muchos jóvenes de
una infancia y una adolescencia feliz, comenzó a notar que las miradas hasta
entonces comprensivas y amables de los suyos, adquirían con el paso de los
meses un tinte de amargura y desazón, entendiendo que el hecho de tener que
asumir los gastos de su estancia en la casa, se estaban haciendo inasumibles.
Y a pesar de que todas las mañanas recorría la ciudad
intentando encontrar un sitio en cualquier tipo de empresa, los días iban
enlazándose unos con otros sin que nadie ofreciera siquiera una respuesta que
le permitiera aportar aunque fuera, una cantidad simbólica que mitigara las
carencias que se hacían evidentes con el desempleo del progenitor.
Las conversaciones nunca eran nimias y siempre terminaban
convergiendo en el mismo punto, trataran de lo que trataran en origen, y las
rutinas seguidas durante muchísimos años, tuvieron que cambiarse por necesidad,
al no poder sufragarse de ninguna manera, a pesar de múltiples intentos.
Variaron los menús, hubo que olvidarse de las salidas y la
ropa de marca se convirtió en un recuerdo anclado a otro tiempo que ya parecía
estar muy lejano en el mundo de los recuerdos.
La actividad frenética que se había mantenido en la casa como
algo natural, dio paso a una tensa tranquilidad de la que en el fondo manaba
una profunda tristeza.
Llegó un momento en que todos olvidaron que poseían la
facultad de reír y se transformaron en largas sombras que recorrían las
habitaciones sin apenas dirigirse la palabra, como si de repente los lazos
familiares hubieran desaparecido arrastrados por un viento desolador y aquel
piso estuviera habitado por una serie de extraños que nada tenían en común, más
que su miedo a la miseria.
Así que a Manuel G. no le quedó otro remedio que arriesgarse
a tomar una decisión trascendente y reunir el valor suficiente para salir de la
que había sido desde siempre su tierra, pero que ahora le negaba con una
contundencia infinita cualquier oportunidad de desarrollarse como persona y de
asumir el futuro con dignidad, como siempre había imaginado que lo haría.
No fue la suya una rendición voluntaria, sino que sucumbió a
la obligatoriedad de desaparecer del País que le imponían sus gobernantes, como
otros tantos miles de universitarios de nivel, que deambulaban sin que se les
diera una sola esperanza.
Nunca se había implicado en política. Ni siquiera poseía una
ideología definida y se había limitado a aceptar, con alguna que otra protesta
de carácter leve, a los Partidos que habían ido ganando las elecciones en los
últimos tiempos, pero la magnitud de la crisis y la de su propia impotencia
personal, le habían empujado a las calles con el único deseo de reclamar lo que
siempre había considerado como suyo y que ahora se le negaba una y otra vez,
sin que su voz llegara jamás a ser oída, como la de los demás, por los
dirigentes.
Cuando tomó el avión hacia Berlín, no pudo menos que ponerse
por primera vez, en el lugar de la gente que cruzaba el estrecho en las pateras
y sentir en lo más profundo del corazón, exactamente la misma esperanza que
ellos sintieron mientras estaban seguros de que se acercaban al paraíso.
Tampoco él llevaba contrato de trabajo y el único lazo que le
unía con Alemania era, en ese momento, una dirección arrugada que le había
proporcionado un amigo, cuya hermana también había tenido que emigrar, acuciada
por las deudas de una hipoteca.
Aunque no hablaba alemán, supuso que su dominio del Inglés le
abriría muchas puertas y a pesar de no contar más que con una pequeña cantidad
de dinero, que sus padres habían podido reunir para financiar el principio de
su aventura, era más poderosa la ilusión de dejar atrás el erial en que se
había convertido España, que el increíble tamaño de su propia tragedia.
Se equivocó al pensar que encontraría trabajo de inmediato y
también al pensar que la hermana de su amigo le recibiría con los brazos
abiertos. Muy al contrario, la chica impuso condiciones económicas nada más
verle, frustrada al tener que admitir que el pequeño sueldo de camarera que
percibía mensualmente, no daba para muchos dispendios.
Sin embargo, el sentimiento de patriotismo que asalta a los
españoles cuando se alejan de la tierra, la obligó a ofrecer cobijo al recién
llegado en un piso compartido en el que ya sobraban algunos e incluso tuvo por
ello, una acalorada discusión con varios inquilinos que se negaban a compartir
el espacio con nadie más, viniera de donde viniera.
Finalmente, Laura D. habilitó un colchón en su cuarto y
estableció una serie de normas elementales de convivencia, haciendo el
impagable esfuerzo de compartir su intimidad nocturna con un desconocido del
que nunca había oído hablar hasta entonces.
Ambos se esforzaron los siguientes días en buscar una
ocupación para Manuel y ambos regresaron a casa sin que su búsqueda hubiera
dado resultado una noche tras otra. Demasiada gente para tan poco puestos.
Al cabo de dos meses, Laura D. oyó en la oscuridad de la
noche cómo Manuel lloraba amargamente, probablemente añorando el calor del
hogar, asustado por tener que volver con las manos vacías, si su situación no
hallaba pronto un remedio.
Pero no se movió. Ella ya había pasado por lo mismo y decidió
que el mejor consuelo que podía ofrecerle era el de respetar la intimidad de su
llanto, para no herir aún más sus devastados sentimientos.
Finalmente consiguió que un turco que chapurreaba el inglés
le admitiera como repartidor de periódicos en una empresa de dudosa legalidad,
a cambio de cuatrocientos euros y hubo de acostumbrarse a salir de madrugada y
a dormir cuando los quioscos abrían,
perdiendo la posibilidad de poder buscar otro empleo, en horario razonable.
Los cuatrocientos euros no daban para mucho y en seguida
empezó a deber dinero, prácticamente desde el mismo momento en que percibía su
salario y sólo gracias a la generosidad de Laura y de algún otro compañero de
piso, pudo alimentarse mínimamente y no sucumbir a la tentación de regresar a España,
que todos los días se planteaba como un opción que terminaba por desechar,
fundamentalmente por vergüenza.
Y así fueron pasando varios meses, hasta que una de las
noches en que se dirigía al trabajo, tropezó con los reflejos efervescentes de
las luces que adornaban las calles y se dio cuenta de que estaba llegando la
Navidad.
Aminoró el paso al sentirse invadido por una profunda
tristeza, comprendiendo que la
separación de los suyos no era solo una lejanía kilométrica, sino que se
encontraba en un punto en el que ni siquiera conservaba la categoría de
persona. Su nombre había dejado de existir a todos los efectos y ya no
pertenecía a ninguna parte, abandonado como estaba a su suerte maldita, en un país
extranjero donde su formación nada valía y su misión consistía únicamente en
dejarse explotar como mano de obra barata, como un paria salido de la nada, por
quien nadie sentía el menor aprecio.
Un músico cantaba en la calle y el viento helado convertía su
canción en una nube blanca, nada más salir de su boca, al tiempo que algunos
transeúntes depositaban céntimos de euro en una gorra que reposaba sobre el
suelo.
Le envidió comprendiendo que al menos conservaba su libertad
de tocar en una u otra esquina y envidió la dulzura de la voz que le permitía
conservarla, sin tener que venderse a otro, por un puñado aún menor de monedas.
Por primera vez, su navidad no sería alrededor de la mesa del
hogar familiar y ni siquiera había recibido la ristra interminable de mensajes
que los amigos acostumbraban a enviarle todos los años. Todos habían olvidado a
Manuel. Unos porque permanecían anclados al trágico presente español y otros,
porque como él, vivían en otros mundos lejanos, la misma situación de desconsuelo que les helaba el alma.
Quiso borrar de la mente la sensación descorazonadora que le
producía el abatimiento e ignoró
voluntariamente todos los signos externos que recordaban los días venideros, en
un ejercicio de férrea voluntad que le supuso ponerse una venda en los ojos y
otra en el corazón, para no ser asaltado por los recuerdos y continuó su rutina
sin mirar al de al lado, sin oír, sin pensar, escribiendo un capítulo de su
historia, carente de hechos y palabras que pudieran crear algún vínculo con
cualquiera que le rodeara, con los miles de personas desconocidas que se
cruzaban con él.
Evitó llamar por teléfono y los breves encuentros con sus
compañeros de piso, e incluso procuraba ir a la cama cuando Laura ya estaba
dormida, retrasando la hora de levantarse, hasta que ella ya había abandonado
la casa.
Y así, el veinticuatro se le echó encima, sentado en una isla
desierta en la que no cabía nadie más.
Deambuló todo el día de barrio en barrio, de calle en calle
y por los parques nevados a los que los niños no habían acudido por la
importancia de la fecha. Con los ojos clavados en el pavimento, claudicó a la
desesperación y se quedó escondido hasta que le invadió la oscuridad de la
noche y comprendió que no quedaba nadie en la calle. No le quedó otro remedio
que volver a casa.
Abrió la puerta y se dirigió a su habitación en silencio,
pero la voz de Laura le paró. Estaba de pie junto a la puerta del salón, con un
vestido negro ajustado y una pequeña
flor roja en el pelo.
-¿Qué pasa?- dijo- ¿tú no sabes que es Nochebuena?
No supo que argumentar. Un silencio eterno se instaló entre
los dos, mientras a Manuel se le escapaba una lágrima.
-Anda pasa- añadió ella. Sólo faltabas tú, que para mí, eres
el más importante.
Una mesa adornada para la ocasión se presentó como el mejor
banquete para sus ojos y la mano de su compañera apretó la suya recordándole cuántas cosas tenían en común
aquella y todas las demás noches que pasaban el uno con el otro.
Una tímida sonrisa se dibujó en los labios de ambos, poniendo
en medio de la desolación un punto de fuerza para poder continuar, a pesar de
la estrechez del camino y la consciencia de haber tocado fondo, de formar
parte de los muchos apátridas que España
había lanzado lejos de su cobijo bastó para entender que de un par de pequeñas
raíces, también puede nacer un árbol nuevo.
Sus compañeros de piso, cada cuál de un lugar, cada cuál de
una raza, fueron la evidencia de que en aquella Navidad, el mundo entero estaba
en una habitación de Berlín en la que nadie se había dejado vencer por el
miedo.