Seguramente nacimos así. Los científicos probablemente dirían que se trata de una cuestión genética y los románticos lo relacionarían con la languidez insuperable que caracteriza su esencia.
Aparentemente, no somos distintos de los demás y casi siempre nos adaptamos bien al entorno al que pertenecemos, pasando desapercibidos entre el gentío que pudiera moverse una tarde cualquiera por las calles de las ciudades, yendo o viniendo de su particular destino, aprovechando las pocas oportunidades de felicidad que la vida moderna ofrece.
Y sin embargo, algo habita dentro de nosotros convirtiendo la construcción de nuestro camino, en esa duda incesante que nos convierte en perpetuos aventureros, en indagadores incansables de nuevas incógnitas que, en cierto modo, llenen parcialmente los múltiples espacios vacíos que claman desde dentro, exigiendo ser ocupados por respuestas que apacigüen la pertinaz intranquilidad que no nos permite parar a lo largo de toda la vida.
Incluso en reposo, me atrevería a decir que hasta en sueños, la necesidad de cubrir carencias existenciales plagadas de incomprensión, sobrevuelan en el silencio sobre nuestras cabezas inquisitoriamente, punzándonos el corazón con su urgencia, elevándonos al plano de un abstracto que con sus toscas pinceladas, va formando el lienzo que es nuestra tarjeta de visita a los ojos de los que nos conocen, sin que nosotros mismos lleguemos a conocernos ni a querernos jamás.
Solemos ser de natural, justicieros con la iniquidad que sabemos se comete con el semejante, audaces en las iniciativas y osados en el verbo, y no obstante, en la soledad de los rincones abandonados en los que a veces habitamos, una especial sensibilidad arrastra con facilidad un mar de ahogo hasta nuestras gargantas, evidenciando una profunda humanidad que casi nunca demostramos.
Caminantes de veredas difíciles, senderistas inagotables de tortuosos caminos de desesperanza y a la vez, amantes de toda utopía que esboce la posibilidad de mejorar para el mundo completo, esgrimimos una envidiable paciencia que se demuestra claramente en que pasan los años sin que la rendición consiga aventurar siquiera un amago de desaliento.
Y esa duda esencial que nos define, que nos pone rostro y manos y la voluntad de seguir adelante volviendo pocas veces los ojos al pasado, no es otra, que la de saber si la humanidad será capaz, en algún momento de su larga existencia, de superar su miedo a sí misma para entregarse un poco a los demás, sin que la negrura de la noche se trague de repente todas las buenas intenciones que chocan frontalmente contra el egoísmo, sin que la sinrazón de la violencia acabe de cuajo con toda la inocencia de los más desafortunados, sin que la codicia reviente cualquier posibilidad de entrecruzar miradas mientras navegamos el río de la vida, en el que tuvimos la suerte de coincidir…