No hay ley que prohíba a los ciudadanos la libre circulación
por las calles, ni el bien ganado derecho a manifestar su opinión, dónde lo consideren más oportuno,
pero la realidad que vivimos en los
tiempos que corren, contradice en ciertos casos muy concretos esta afirmación,
dejando al descubierto una manipulación velada de tales principios, cada vez
que se trata de propiciar un acercamiento físico con la clase política que , teóricamente,
nos representa.
La iniciativa de la Plataforma antidesahucios ha destapado la
caja de los truenos, cuando harta de intentar ser escuchada por las vías
legales, ha colocado a sus adeptos ante las casas de ciertos líderes del PP,
como un medio de hacer llegar su protesta a las altas instancias de un poder
verdaderamente inaccesible, que se oculta tras los muros inexpugnables del
Congreso, sin otorgar al pueblo otra opción que la de votar cada cuatro años,
como si sólo hubiera problemas durante las campañas electorales y el resto del
tiempo, fuera obligación ciudadana soportar cuántas tropelías se antojen a
quienes consiguieron la victoria, muchas veces con vanas promesas de mejora,
que finalmente, nunca se cumplieron.
La táctica de relacionar a cualquiera que no esté de acuerdo
con el funcionamiento del sistema, con grupos radicales esforzados en provocar
un estallido social sin precedentes, se ha convertido en algo rutinario para
los integrantes de la cúpula del PP, que está transformando el derecho a la libre
expresión, en una especie de arriesgada aventura de la que difícilmente se
puede salir indemne, a causa de las graves injurias vertidas sobre quienes se
atreven a contradecir su forma dictatorial de organizar el gobierno.
Esta teoría, que empieza a no ser creíble desde el momento en
que las reclamaciones que se presentan son absolutamente justas y los grupos
que las llevan a cabo están formados por padres de familia a los que de manera
ilícita se hurta el derecho constitucional a la vivienda, se ha convertido, sin
embargo, en una consigna machacona que aunque imposible de demostrar, socava la
honorabilidad de cualquier ciudadano que afectado por la avaricia desmesurada
de nuestra rescatada Banca, decida mostrar su desesperación en la calle y a plena
luz del día, cansado de no ser escuchado por ningún representante de las
Instituciones y presionado por un sistema legal, que se escuda en el
“cumplimiento del deber” para seguir ejecutando desahucios.
No habría necesidad de acudir a los domicilios particulares
de los políticos, si hubiera manera de ser recibido por ellos, cuando las
personas se topan con un problema de cierta gravedad que afecta para siempre a
su modo de vida, como es el caso de las deudas eternas que con las entidades
bancarias uno contrae, incluso después de que le hayan desalojado por impago,
de la que era su casa.
Pero en este País, no hay forma humana de conseguir la
atención personalizada de ningún político y las tentativas de acercamiento que
se han pretendido por activa y por pasiva, han sido en esta legislatura, reprimidas
con una contundencia que no se recordaba, desde los tristes años en que la
dictadura franquista imponía su doctrina por medio de la fuerza, sin admitir
contestación alguna a su catecismo fascista.
Es por tanto de
justicia, buscar un modo de ser oído por quienes supuestamente han de estar al
servicio de la ciudadanía, ya que su salario procede de los impuestos que,
religiosamente, recaudan las arcas del Estado de los bolsillos de todos los
españoles y si hay que desplazarse hasta los domicilios particulares de sus
señorías para elevar las quejas que cada cual desee hacer patentes, no queda
otro remedio que ir e intentarlo, al
menos como última opción, tras haber
sido “literalmente” expulsado de los alrededores y la tribuna del Congreso y
haber sido tachado, poco menos que de terroristas, por algunas voces
ultraconservadoras, que ni siquiera han sido afeadas por el Partido al que
pertenecen.
Es fácil hablar de supuesta violencia desde la comodidad del
escaño que se ocupa, gracias al voto de los españoles e inventar un mundo
virtual en el que cada cosa sucede idílicamente, obviando la crudeza que reina
en el entorno cotidiano de los pueblos de España, sobre todo si el terrible
azote del paro, no te ha rozado consiguiendo modificar tu apacible modo de vida
y la de los tuyos, pero la situación desesperanzadora a que han sido
arrastrados varios millones de españoles, no puede ser obviada, precisamente,
por los encargados de velar por la seguridad de los ciudadanos a los que ahora
abandonan a un destino fatal que les ha venido dado por la dureza de las
medidas que se han decidido como remedio a la crisis y que constituyen
inexorablemente, una forma sibilina de otra violencia, que nadie combate, por
considerar que forma parte de una especie de ritual macabro imposible de ser
evitado.
Y aunque la primera misión de un político es la de conocer al
detalle la realidad en que viven los habitantes de la Nación a la que
pertenecen, el distanciamiento creciente que se viene dando en España entre
ciudadanos y gobernantes, ha conseguido desvincular totalmente a unos y otros,
creando dos mundos diferentes, en los que las cosas parecen suceder de modo
bien distinto.
Hace ya tiempo que los ciudadanos viven atenazados por el
miedo. El de quedarse sin empleo, el de ser desalojados de su casa, el de no
tener suficiente para alimentar a sus familias o el de que su derecho a sanar y
ser educados, termine por transformarse en una mera cuestión de dinero.
Sin embargo los políticos, fundamentalmente causantes de la
existencia de todos esos miedos, permanecían a salvo de todo acecho, en sus
islas de privacidad, sin que nada ni nadie pudiera perturbar el remanso de paz
que para sí mismos habían construido.
Las protestas a las puertas de sus domicilios se han
encargado de poner de relieve que también ellos pueden ser susceptibles de ser
vulnerados y de que, igual que los demás, también pueden ser víctimas del
desasosiego que trae consigo la injusticia
Y es precisamente ese miedo a perder su seguridad, el que ha
conseguido alterar la apacible rutina de estos privilegiados y ponerlos en
guardia contra unos enemigos virtuales, que en este caso no son otros, que su
mismo pueblo.
El toque de atención está funcionando y por tanto, algo nos
dice que es este y no otro el camino a seguir, si queremos que nuestras voces
sean oídas y nuestras reivindicaciones tenidas en cuenta por quienes,
supuestamente, han de ocuparse de resolver nuestros problemas, aunque hasta
ahora no hayan hecho absolutamente nada por conseguirlo.