Absolutamente enfrascada en labores exclusivamente culinarias, como es la obligación de cualquier anfitriona navideña que se precie, no me queda otro remedio que dejar de mirar a lo que ocurre a mí alrededor y circunscribirme al reducido espacio que constituye mi pequeña cocina.
La costumbre de reunir a la familia alrededor de la mesa, pone en marcha una maquinaria de funcionamiento frenético, que empieza unos días antes del evento, con la provisión de víveres y la anticipada elección de un Menú, que satisfaga plenamente los gustos sibaritas de los invitados, que en nuestro caso suelen ser bastante exigentes, dado que siempre hemos tenido la buena o mala costumbre de comer bien y no nos conformamos con cualquier cosa.
Podría pensarse que con acudir a una gran superficie todo estaría resuelto, pero la verdad es que al tratarse de una fecha tan señalada, la hora de la compra es una prueba de fuego de la que nunca se sale victorioso, pues siempre hay algún ingrediente que o se ha terminado minutos antes de llegar tú, o simplemente por no ser de temporada, te obliga a recorrer una infinidad de comercios pequeños, en diferentes sitios de la ciudad.
Una vez superado el escollo, es esencial comenzar la tarea con buen ánimo y pedir a la diosa Fortuna una buena dosis de inspiración, acompañada de infinita paciencia, ya que en esto de la cocina, ambas cosas son de aagradecer si se quiere triunfar y que lo que prometía ser un plato exquisito, no acabe por convertirse en una bazofia incomible, de esas que quedan en la memoria colectiva y se cuentan jocosamente, en todas las ocasiones futuras en que la familia vuelva a estar reunida e incluso delante de extraños, a los que nada importa, en principio, si fracasaste o no en el intento.
Así que en cuanto empieza el ruido de cacerolas, crece en ti una necesidad de permanecer en máxima alerta y haces guardia alrededor de los recipientes y electrodomésticos que estas utilizando, vigilando a un tiempo, pongo por caso, la temperatura del aceite en el que vas a freír, el espesor de la salsa que acompañará a la carne, el color que va adquiriendo la verdura que has puesto a pochar para luego triturarla con la batidora de mano, que no se pase el punto de cocción del marisco, cómo va el pescado que sacaste del congelador por la mañana y que no se pase lo que has metido en el microondas para que se fuera cocinando mientras que te dedicabas a lo demás.
A todo esto, hay que añadir la incontable pila de cacharros que te ves obligada a ir fregando, si no quieres que la encimera se convierta en un enorme vertedero, propio de un afectado de un Síndrome de Diógenes, e ir a su vez colocando en su sitio lo ya limpio, para que no se mezcle con otros utensilios que esperan su turno de ir siendo usados, según vaya avanzando el día y se vayan terminando los platos que tuvieron el privilegio de ser acometidos en primer lugar.
Como además uno no puede permitirse una dedicación exclusiva a lo que trae entre manos, dado que no se trata de un tema profesional, sino de algo eventual que sobreviene sólo en algunas ocasiones puntuales, se ha de estar continuamente saliendo de la cocina para atender otras obligaciones perentorias que no pueden posponerse, aunque en este caso hay que hacerlas a velocidad de trueno y guiándose desde lejos por el olor que van desprendiendo los alimentos que están en los fogones, lo cual convierte la secuencia, en un continuo ir y venir de acá para allá, que encima suele ser aderezado por las naturales llamadas de teléfono que todos hacemos en estas fechas y que te tienen mientras duran, en un sin vivir, sobre todo si no consigues recordar si bajaste el fuego antes de sentarte a hablar cinco minutos con tu tía, con tu hija, o con aquella amiga que siempre fue muy inoportuna y que nunca se supo despedir a tiempo y a la que siempre te toca mentir, diciendo que están llamando a la puerta.
Naturalmente, cuando llegan las siete de la tarde, estás extenuada y los párpados comienzan a cerrársete, como si hubieras corrido la maratón de Nueva YorK, cargada con una mochila de cincuenta Kilos.
Pero no puedes dejarlo, porque hay recetas que no acaban de alcanzar el punto de ebullición preciso que justamente necesitan para ser una exquisitez y aún no has organizado el frigorífico para ir guardando lo que ya está hecho, cosa que casi siempre resulta ser un engorro, ya que las dimensiones de la máquina son las que son y no pueden ser modificadas a placer, según las necesidades del momento.
Así que empiezas a acomodar lo que ya tenía su sitio dentro de la jodida nevera, a sacar y reubicar las latas de conserva, los embutidos, los yogures, la mantequilla, los quesos, el agua, las cervezas y un sinfín de pequeños artículos que has ido almacenando sin encontrar el momento de servirlos y que ahora quisieras haberte comido, porque a pesar de repetir la maniobra más de una vez, resulta imposible hallar un hueco para lo que has cocinado y te resistes a tirar nada, tal y como está la situación.
Finalmente y agudizando el ingenio, poniendo aquí y quitando allá, consigues hacer lo que vulgarmente se llama un apaño y tonta de ti, miras sonriendo al interior del aparato, como si hubieras creado una obra maestra y hasta te sientes orgullosa de ti misma, pensando que te mereces una recompensa por tu buena organización, mientras cierras la puerta con delicadeza suprema.
Como a las diez de la noche, te das cuenta de que se te ha echado encima la hora de cenar y que a pesar de haber estado guisando todo el día, no has previsto nada que llevarte a la boca precisamente para hoy, con lo cual no te queda otro remedio que volver a encender los fogones y preparar al menos, una triste tortilla francesa, con la que reponer fuerzas, si no quieres caerte desfallecida, tras tan dura jornada de trabajo.
Y cuando por fin apagas la luz y te diriges a la mesa con tu escuálido plato entre las manos y las piernas tambaleándose como si fueran de trapo piensas: …y solo tengo la mitad del Menú…mañana tendré que levantarme pronto.
¡Menos mal que sólo son dos o tres veces al año!