A todos aquellos que prácticamente desde que comenzara la
transición, vimos a Felipe González como el único líder que
podría ser capaz de transformar el país y que vivimos emocionados el estallido
popular que se produjo, aquel Octubre del 82 , cuando cientos de miles de
ciudadanos se echaron a la calle para festejar la entrada en el gobierno, por
primera vez, de la izquierda, nos cuesta trabajo relacionar la imagen que guardamos en la memoria, del
que todos consideramos entonces como nuestro Presidente, con la de este hombre
mayor que ahora vemos hacer uso de las puertas giratorias y codearse con
amistades peligrosas, no solo relacionadas con el fraude fiscal, sino también
implicadas claramente, en terribles genocidios.
Nada parece quedar de aquellos mensajes valientes que
reclamaban justicia social para todos los españoles, ni del ímpetu personal que
González ponía, frente a todos sus adversarios y muy particularmente, frente a
la derecha, en aquellas sesiones maratonianas que se celebraban en el Congreso
y que levantaban pasiones entre las masas, como si no hubiera podido sucedernos
nada mejor, que tener a este hombre, entonces tan cercano, como representante
en el mundo.
Ya se sabe, que la vida nos va moldeando y llevándonos por
caminos impensables, a veces bastante
lejanos de las que fueron nuestras primeras pretensiones, pero por muy duro que
sea el devenir, por mucho que cueste adaptarse a lo que la realidad nos va
deparando a lo largo de los años, nada hay que gratifique más al hombre, que
mantener frescos e intactos los principios y cuidarlos y defenderlos, porque es
lo único que nos hace conservar en estado puro la dignidad, lejos de
inmoralidades y corrupciones anímicas, que suelen ser las que más devastan la
integridad de las personas.
Es por eso, que esta traición que hace el señor González a la
memoria colectiva de los españoles, no puede por menos que producir una inmensa e inenarrable
tristeza, al provocar en nosotros sentimientos de rabia e indignación, como si
de pronto hubiéramos comprendido, muy a nuestro pesar, cuánto nos equivocamos
entonces, al apostar por las propuestas que aquel socialismo, nos ofrecía.
Porque si hubiéramos imaginado, por un solo momento, que
oiríamos al que fue nuestro líder, reclamar una coalición con los populares y
criticar con tanta contundencia propuestas de Podemos, que bien podrían haber
sido suyas, en aquellos primeros años de su carrera política, jamás habríamos
accedido a otorgarle sin reservas nuestra confianza y menos aún, permitido que
continuase en el cargo durante cuatro legislaturas, hasta que factores ajenos a
nuestra voluntad, hicieron que perdiera.
Mucho le hemos querido y respetado, incluso después de que
dejara de ser Presidente y mucho hemos reconocido cuánto cambió el país, en el
tiempo que estuvo representándonos a todos, pero su vida actual, su renuncia
consciente y paulatina a tantas cosas importantes, que a día de hoy, todavía no
se han conseguido y su patético escoramiento hacía una derecha de la que abominaba tajantemente, hasta hace sólo unos cuantos
años, anula de manera inmediata
cualquier recuerdo bueno de aquel pasado y convierte la imagen que teníamos de
él, en una caricatura grotesca y añeja, que se mueve como un fantasma, por el
submundo de la política española.
Frente a la sobriedad que conservan otras figuras que fueron
importantes en el país, como es el caso de Julio Anguita, por ejemplo, Felipe
González, no hace otra cosa que perder a diario, la estimación de los
ciudadanos.
Quiénes no le conocieron entonces, deben pensar sin duda, que
en el fondo, siempre fue así, pero a los que le acompañamos en todas aquellas
vivencias, nos parece que su recuerdo se desvanece, ensombrecido por su propia
ambición y que ya no queda, absolutamente nada que merezca la pena salvar, de
aquel joven que fue y al que probablemente, ni él mismo reconoce, cuando se
mira en el espejo.