Sentí por primera vez la necesidad de cambiar el mundo cuando todavía contaba pocos años. Fue un trallazo que se instaló para siempre en mis venas introduciendo en la sangre diminutas partículas de voluntad que rápidamente se apoderaron de mi pensamiento y que ya no me abandonaron desde entonces.
Al principio, era una cuestión de puro egoísmo que se plasmaba en un ansia permanente de trasformar todo aquello que me parecía injusto, porque quería acercarme lo más posible a mi propia felicidad.
Era joven y capaz de cualquier cosa. Había mucho tiempo para intentarlo y las fuerzas estaban intactas, renovándose cada noche en un universo de sueños que auguraba el triunfo si la perseverancia acompañaba al pensamiento y no decaía el espíritu de libertad que rezumaban los poros de mi piel.
Después, las fronteras se fueron agrandando y aquella maravillosa intención que se alojaba sólo en mi interior, empezó a abrir ventanas inmensas por las que expandir el amor a la utopía, esperando que mis hijas pudieran asentar su destino en una tierra diferente de la que me vio nacer.
Siempre ha sido impensable estar quieta. Como si una voz susurrara en mis oídos el cálido mensaje de que las ilusiones eran viables, aunque había que avanzar hacia ellas sin dar un paso atrás. La sorpresa de ir descubriendo paulatinamente que otras realidades eran factibles e inyectar una dosis de optimismo a cada uno de los fracasos, han contribuido a que la cimentación empezada en la juventud, haya alcanzado elevados niveles de firmeza.
No hay otro secreto que no rendirse jamás. Ir avanzando con los tiempos, sorteando los avatares que nos va deparando la vida, sin quedarse en la mera observación de los acontecimientos, sintiéndose a diario protagonista de la historia que nos ha tocado vivir y luchando hasta el último aliento por dar la vuelta a todo aquello que nos produce una profunda sensación de tristeza.
Ahora que mi hija lleva en su vientre una nueva semilla que adornará con su presencia el paisaje de este complicado universo, habrá que hacer acopio de energía para que sus ojos contemplen un paisaje mucho más bello.
El mundo que le espera, de hecho, es infinitamente mejor que el que encontré en aquella niebla espesa de los años cincuenta y sus padres, desde su posición privilegiada de dadores de vida, se han encargado ya de ir tomando el relevo en esto de ir allanándole un camino por el que conseguir otros sueños con los que realizar su propia historia.
Es por eso, que sin sentir aquella vitalidad de los primeros años, la actitud permanece intocable en el corazón y los músculos renacen con nueva voluntad de lucha para transformar la cara del mundo y todo vuelve a comenzar ahora.
Los que están por venir también merecen esa oportunidad de cambio y su aliento, que es la prolongación milagrosa del nuestro, alentará todas las posibilidades de hacer que la utopía acabe haciéndose realidad en el futuro inmenso que tienen por delante.
Al principio, era una cuestión de puro egoísmo que se plasmaba en un ansia permanente de trasformar todo aquello que me parecía injusto, porque quería acercarme lo más posible a mi propia felicidad.
Era joven y capaz de cualquier cosa. Había mucho tiempo para intentarlo y las fuerzas estaban intactas, renovándose cada noche en un universo de sueños que auguraba el triunfo si la perseverancia acompañaba al pensamiento y no decaía el espíritu de libertad que rezumaban los poros de mi piel.
Después, las fronteras se fueron agrandando y aquella maravillosa intención que se alojaba sólo en mi interior, empezó a abrir ventanas inmensas por las que expandir el amor a la utopía, esperando que mis hijas pudieran asentar su destino en una tierra diferente de la que me vio nacer.
Siempre ha sido impensable estar quieta. Como si una voz susurrara en mis oídos el cálido mensaje de que las ilusiones eran viables, aunque había que avanzar hacia ellas sin dar un paso atrás. La sorpresa de ir descubriendo paulatinamente que otras realidades eran factibles e inyectar una dosis de optimismo a cada uno de los fracasos, han contribuido a que la cimentación empezada en la juventud, haya alcanzado elevados niveles de firmeza.
No hay otro secreto que no rendirse jamás. Ir avanzando con los tiempos, sorteando los avatares que nos va deparando la vida, sin quedarse en la mera observación de los acontecimientos, sintiéndose a diario protagonista de la historia que nos ha tocado vivir y luchando hasta el último aliento por dar la vuelta a todo aquello que nos produce una profunda sensación de tristeza.
Ahora que mi hija lleva en su vientre una nueva semilla que adornará con su presencia el paisaje de este complicado universo, habrá que hacer acopio de energía para que sus ojos contemplen un paisaje mucho más bello.
El mundo que le espera, de hecho, es infinitamente mejor que el que encontré en aquella niebla espesa de los años cincuenta y sus padres, desde su posición privilegiada de dadores de vida, se han encargado ya de ir tomando el relevo en esto de ir allanándole un camino por el que conseguir otros sueños con los que realizar su propia historia.
Es por eso, que sin sentir aquella vitalidad de los primeros años, la actitud permanece intocable en el corazón y los músculos renacen con nueva voluntad de lucha para transformar la cara del mundo y todo vuelve a comenzar ahora.
Los que están por venir también merecen esa oportunidad de cambio y su aliento, que es la prolongación milagrosa del nuestro, alentará todas las posibilidades de hacer que la utopía acabe haciéndose realidad en el futuro inmenso que tienen por delante.