El problema catalán ha conseguido restar protagonismo a una
de las noticias más inauditas aparecidas en los medios la semana pasada, aunque
no se debe consentir que pase desapercibida, por la gravedad de las
afirmaciones que contiene.
El Obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Roig Pla, a
quién ya conocemos por sus comentarios ciertamente ultra conservadores, se
atreve a sugerir que habría que despojar del derecho a votar a las mujeres,
porque, literalmente, “últimamente, piensan por sí mismas”.
La postura incalificable de este prohombre de la Iglesia, en
pleno siglo XXI, resulta mucho más significativa, si se tiene en cuenta que
ocupa un cargo de total relevancia en el mundo católico y que por tanto, su
opinión ha de influir necesariamente en muchos de los feligreses a su cargo y
también en todos aquellos que sintiéndose seguidores de su doctrina, ven en los
poderes eclesiásticos un ejemplo a seguir, al haber sido designados por Roma
como pastores de su rebaño.
Pero ciertos
pensamientos resultan ser claramente insufribles, desde el momento en que
discriminan a las personas por razón de su sexo y siguen considerando a las
mujeres como meros objetos destinados exclusivamente a la procreación, que han
de estar eternamente al servicio de la superioridad de los hombres, como si la
realidad no hubiera demostrado fehacientemente que la igualdad entre unos y
otros es absolutamente indiscutible y que la valía de cada cual, la capacidad
de razonar, la inteligencia y otras muchas cualidades, nada tienen que ver con la
diferencia de sexos.
Estas declaraciones, que por sí mismas, atentan contra la
dignidad de todas las mujeres, agrediendo sin paliativos todos los logros que
en el campo de la igualdad se han conseguido, son sin embargo, admitidas sin
discusión por la Iglesia, sin que el que las pronunció haya sido, como debiera
ocurrir, inmediatamente destituido.
La reiterada negativa de la Iglesia Católica a admitir que la
separación de poderes ha de ser absoluta y el afán de sus obispos y cardenales
por intervenir en los asuntos de los
Estados, intentando que se deroguen o se
aprueben todas las leyes que de algún modo, incomodan a su doctrina, más parece
propio de una época Medieval que, afortunadamente, quedó atrás y que por suerte
para todos nosotros, no volverá nunca.
Este manifiesto machista del obispo de Alcalá, que se produce
a colación del abandono del proyecto de
la ley Gallardón, demuestra que muchos prohombres de la Iglesia de Roma,
preferirían que existiera una comunión permanente con unas instituciones
políticas a las que poder manejar a su antojo, haciendo prevalecer su poder,
según ellos emanado de Dios, sobre el que otorga el sufragio universal,
establecido en todas las Democracias.
Acostumbrados a recibir del Estado español privilegios que
para sí quisiera cualquier organismo de carácter social, de esos que ayudan
verdaderamente a la gente, tener que soportar que se contradiga su voluntad, no
entra dentro de lo que para ellos es admisible.
Y aunque como en el caso de este impresentable, odian a las
mujeres y las consideran mercancía de usar y tirar, sin respetar en ningún
momento el derecho a la dignidad que como personas tenemos, llegado el caso
organizar protestas , por ejemplo contra el aborto, aprovechan el enorme tirón que tienen las opiniones de las encargadas de
soportar los embarazos, poniéndolas en primera fila, junto a su prole, de todas
las manifestaciones y actos que pudieran ser convenientes para lograr sus
objetivos de poder.
No se entiende que el Papa actual, que pretende con la difusión
de su imagen, hacer creer que está a favor de los marginados, conserve un solo
minuto en su puesto a quien se atreve a poner en duda la inteligencia de las
mujeres y que se le permita, además,
predicar sus incalificables opiniones a través de los medios de comunicación,
en lugar de relegarlo a otras labores, más en consonancia con sus negros
pensamientos.
Creer que se está por encima del bien y del mal, simplemente
porque se ocupa un obispado, ha de restar obligatoriamente, fieles al tipo de
Iglesia que preconiza quién se vanagloria de su superioridad sobre los demás,
con voluntad claramente excluyente.
A las mujeres, quizá por estar desgraciadamente acostumbradas
a escuchar con cierta asiduidad afirmaciones de este tipo, vertidas por
individuos como éste, nada puede influirnos ya en nuestra carrera imparable
hacia la igualdad, quizá porque enfrentarnos con determinados enemigos, sólo
sirve para reafirmar que el camino escogido es el correcto, ya que hay
opiniones que por sí mismas, desacreditan a quienes las asumen como suyas.