Si los historiadores tuvieran que definir con una sola palabra lo que ha representado el año2011 en el mundo, quizá ninguna lo calificaría mejor que “incierto”.
Veníamos, es verdad, arrastrando una dura crisis, absolutamente diferente a otras muchas que sucedieron anteriormente y precisamente por esa desazón que produce en los hombres el miedo a lo desconocido, este año que se va nos ha dejado un cúmulo de sensaciones diversas, con las que no sabemos muy bien cómo enfrentarnos.
Ha sido un tiempo, además, azotado por catástrofes naturales, como la de Japón, capaces de poner al borde del abismo todas las previsiones de la raza humana, como si los elementos se conjugaran palideciendo cualquier perspectiva de esperanza y dejara sentada la premisa de que vivimos en la más absoluta soledad, en un siglo en el que las comunicaciones hacen posible establecer contacto inmediato con cualquier parte del planeta.
Pero es cierto que a veces la fatalidad viene a demostrarnos lo efímero de nuestra existencia, probando nuestra capacidad de tolerancia con durísimas pruebas que escapan a nuestra inteligencia y que nos obliga a aceptar nuestro destino, recordándonos nuestra ridícula pequeñez, en una especie de broma macabra.
Es entonces cuando surge la inevitable pregunta de si es lícita nuestra angustia por temas que en estas circunstancias resultan banales, como la economía o la política, que tanta indignación nos producen y que, indiscutiblemente, pierden toda su importancia, cuando se trata de luchar por la supervivencia.
Y sin embargo, el mero hecho de sobrevivir no convierte al hombre en un ser pleno, porque no vale de mucho pasar por la vida careciendo de los valores que marcan nuestra diferencia con las bestias, como la libertad de decidir nuestro propio destino, o la satisfacción de trabajar en aquello que elegimos y amamos.
Si yo tuviera que decantarme por un solo hecho que marcara la diferencia en este año que nos deja, a pesar de todo, nunca lo haría por la tragedia japonesa, sino que detendría los ojos esperanzados en los levantamientos de los pueblos árabes, que para nada pensaron en conservar la vida, cuando decidieron lanzarse a la calle reclamando para ellos mismos, un mundo mejor.
Su lucha a la desesperada definiría perfectamente la esencia de lo que significa ser hombre y su amplitud de miras al desdeñar el bienestar personal, en favor del bienestar de las mayorías, podría representar claramente un ejemplo para el resto de la humanidad, perdida en una vorágine de mercados de valores que devora cualquier atisbo de sensibilidad, de piedad y de justicia, estableciendo diferencias cada vez más hondas entre individuos de una misma especie.
Toda esta incertidumbre que nos atemoriza, no es en principio, más que un miedo cerval a perder nuestras posesiones materiales y la devastadora fiebre de riqueza que sacude las sociedades civilizadas, martirizando a los seres que las habitan, es un borrón que pone una nebulosa sobre nuestras cabezas, tratando de aniquilar lo que verdaderamente nos es imprescindible.
El enigmático futuro que nos aguarda sucederá para nosotros, según nuestro propio comportamiento y es por eso, que a la hora de establecer las prioridades que nos moverán a vivirlo, debemos ser extremadamente cuidadosos.
En este año ya hemos aprendido que nadie velará por nosotros. Que los sistemas de gobierno están salpicados de una podredumbre incurable que necesita urgentemente un tratamiento de choque que sacuda los cimientos de una sociedad demasiado acomodada y estéril.
Y la profunda renovación necesaria para el bien común, no será, eso está claro, dirigida por ninguno de estos políticos entregados a los brazos de las finanzas, ni por los dueños del Capital, empecinados en convertirnos en esclavos sin mente.
El que entra, espero, será un año de hallazgos. Y siempre dependerá de dónde decidamos buscar, para que seamos capaces o no de trazar nuevos caminos. Ojala que la elección sea la correcta.
Veníamos, es verdad, arrastrando una dura crisis, absolutamente diferente a otras muchas que sucedieron anteriormente y precisamente por esa desazón que produce en los hombres el miedo a lo desconocido, este año que se va nos ha dejado un cúmulo de sensaciones diversas, con las que no sabemos muy bien cómo enfrentarnos.
Ha sido un tiempo, además, azotado por catástrofes naturales, como la de Japón, capaces de poner al borde del abismo todas las previsiones de la raza humana, como si los elementos se conjugaran palideciendo cualquier perspectiva de esperanza y dejara sentada la premisa de que vivimos en la más absoluta soledad, en un siglo en el que las comunicaciones hacen posible establecer contacto inmediato con cualquier parte del planeta.
Pero es cierto que a veces la fatalidad viene a demostrarnos lo efímero de nuestra existencia, probando nuestra capacidad de tolerancia con durísimas pruebas que escapan a nuestra inteligencia y que nos obliga a aceptar nuestro destino, recordándonos nuestra ridícula pequeñez, en una especie de broma macabra.
Es entonces cuando surge la inevitable pregunta de si es lícita nuestra angustia por temas que en estas circunstancias resultan banales, como la economía o la política, que tanta indignación nos producen y que, indiscutiblemente, pierden toda su importancia, cuando se trata de luchar por la supervivencia.
Y sin embargo, el mero hecho de sobrevivir no convierte al hombre en un ser pleno, porque no vale de mucho pasar por la vida careciendo de los valores que marcan nuestra diferencia con las bestias, como la libertad de decidir nuestro propio destino, o la satisfacción de trabajar en aquello que elegimos y amamos.
Si yo tuviera que decantarme por un solo hecho que marcara la diferencia en este año que nos deja, a pesar de todo, nunca lo haría por la tragedia japonesa, sino que detendría los ojos esperanzados en los levantamientos de los pueblos árabes, que para nada pensaron en conservar la vida, cuando decidieron lanzarse a la calle reclamando para ellos mismos, un mundo mejor.
Su lucha a la desesperada definiría perfectamente la esencia de lo que significa ser hombre y su amplitud de miras al desdeñar el bienestar personal, en favor del bienestar de las mayorías, podría representar claramente un ejemplo para el resto de la humanidad, perdida en una vorágine de mercados de valores que devora cualquier atisbo de sensibilidad, de piedad y de justicia, estableciendo diferencias cada vez más hondas entre individuos de una misma especie.
Toda esta incertidumbre que nos atemoriza, no es en principio, más que un miedo cerval a perder nuestras posesiones materiales y la devastadora fiebre de riqueza que sacude las sociedades civilizadas, martirizando a los seres que las habitan, es un borrón que pone una nebulosa sobre nuestras cabezas, tratando de aniquilar lo que verdaderamente nos es imprescindible.
El enigmático futuro que nos aguarda sucederá para nosotros, según nuestro propio comportamiento y es por eso, que a la hora de establecer las prioridades que nos moverán a vivirlo, debemos ser extremadamente cuidadosos.
En este año ya hemos aprendido que nadie velará por nosotros. Que los sistemas de gobierno están salpicados de una podredumbre incurable que necesita urgentemente un tratamiento de choque que sacuda los cimientos de una sociedad demasiado acomodada y estéril.
Y la profunda renovación necesaria para el bien común, no será, eso está claro, dirigida por ninguno de estos políticos entregados a los brazos de las finanzas, ni por los dueños del Capital, empecinados en convertirnos en esclavos sin mente.
El que entra, espero, será un año de hallazgos. Y siempre dependerá de dónde decidamos buscar, para que seamos capaces o no de trazar nuevos caminos. Ojala que la elección sea la correcta.