El furibundo éxito del libro escrito por el nonagenario Stephane Hessel, “Indígnate”, que acaba de llegar a las librerías de nuestro país y que parece ser un llamamiento a la juventud dormida que habita el mundo, permitiendo que nos engulla un asfixiante sistema globalizador, no deja de ser causa de rubor para quien como yo, peinamos algunas canas menos que el singular autor de estas letras.
Hemos asistido en los últimos años a una exaltación permanente del talante, palabra, que de tanto ser repetida, ha acabado por formar parte de nuestro vocabulario, con un significado de pacífico devenir, ante cualquiera de los insultos o vejaciones a los que fuéramos sometidos, lo que, de siempre se ha entendido, como poner la otra mejilla.
Cuando las vacas gordas pacían en nuestros campos y éramos capaces de aplacar la furia consumista que nos corroía, pudiendo hacer cuántas visitas nos venían en gana a los hipermercados, para ocupar a la salida, en tropel, las terrazas de los bares y los lugares de ocio, ciertamente, lo del talante nos deparaba inmensas satisfacciones y hasta nos procuraba una tranquilidad de conciencia impagable, que ayudaba a una convivencia apacible en la que movernos, sin renunciar a nuestras ideas, que incluso se debatían en los foros con aires jocosos, como si de una rivalidad trivial se tratara. Jugar a parecer rico siempre tuvo su morbo y demostrar a los amigos nuestras dotes de administración económica, traducidas a una posesión múltiple de propiedades inmobiliarias y coches de lujo, nos provocaba una impagable satisfacción y nos colocaba la autoestima en el primer puesto de todas las listas confeccionadas por los inventores de tan exitoso término.
Estuvo bien mientras duró, pero ahora que se nos ha venido abajo el negocio y hemos cambiado las colas de las discotecas por las del INEM, ahora que nos han reducido los sueldos, saqueado la bolsa de pensiones, privado de la posibilidad de vacacionar dónde se nos de la real gana y acotado el territorio del divertimento, al salón medio amueblado del único piso que hemos podido conservar, a duras penas, el maldito talante se ha convertido en un desgraciado recuerdo y su impulsor en causa de todos los males presentes.
Ahora, como nos pide Stephane Hessel, es el momento de la indignación y nadie más apropiado que nosotros, para defender y poner en práctica la teoría de este anciano guerrero, que aún tiene la valentía de enmendarnos la plana, invitándonos a olvidar con prontitud las gilipolleces aprendidas en el pasado, para subirnos, sin demora, al tren de los iracundos cascarrabias que no se callan ni debajo de agua.
Y va a tener razón. Que ya está bien de fingidas sonrisas y de disimulos falaces que hagan creer a los demás que nuestras vidas son de color de rosa, mientras nuestras sufridas mejillas se hallan enrojecidas y maltrechas, tras recibir tal suerte de mamporros, como si hubieran perdido toda su sensibilidad ante los malos tratos que nos propinan a diestro y a siniestro.
Estamos y vamos a demostrarlo, pero que muy enfadados. Por eso vamos a mandar al carajo al maldito talante, a su promotor, a sus amiguitos europeos que ya habían empezado a considerarnos como un recinto en el que depositar todo tipo de excrementos, a los señores banqueros que nos empujaron a entramparnos hasta los ojos para después dejarnos sin nada, a los líderes de la oposición que nos abruman, aún mas, con su catastrofismo apocalíptico, a los bandoleros de corbata y trajes de alta costura, a los depredadores de los dineros públicos, a los especuladores que juegan con nuestro miedo para tenernos cogidos por los huevos y a la madre que los parió a todos, para desgracia nuestra.
No se preocupe pues el señor Hessel, porque nuestra indignación va en aumento.
Hemos asistido en los últimos años a una exaltación permanente del talante, palabra, que de tanto ser repetida, ha acabado por formar parte de nuestro vocabulario, con un significado de pacífico devenir, ante cualquiera de los insultos o vejaciones a los que fuéramos sometidos, lo que, de siempre se ha entendido, como poner la otra mejilla.
Cuando las vacas gordas pacían en nuestros campos y éramos capaces de aplacar la furia consumista que nos corroía, pudiendo hacer cuántas visitas nos venían en gana a los hipermercados, para ocupar a la salida, en tropel, las terrazas de los bares y los lugares de ocio, ciertamente, lo del talante nos deparaba inmensas satisfacciones y hasta nos procuraba una tranquilidad de conciencia impagable, que ayudaba a una convivencia apacible en la que movernos, sin renunciar a nuestras ideas, que incluso se debatían en los foros con aires jocosos, como si de una rivalidad trivial se tratara. Jugar a parecer rico siempre tuvo su morbo y demostrar a los amigos nuestras dotes de administración económica, traducidas a una posesión múltiple de propiedades inmobiliarias y coches de lujo, nos provocaba una impagable satisfacción y nos colocaba la autoestima en el primer puesto de todas las listas confeccionadas por los inventores de tan exitoso término.
Estuvo bien mientras duró, pero ahora que se nos ha venido abajo el negocio y hemos cambiado las colas de las discotecas por las del INEM, ahora que nos han reducido los sueldos, saqueado la bolsa de pensiones, privado de la posibilidad de vacacionar dónde se nos de la real gana y acotado el territorio del divertimento, al salón medio amueblado del único piso que hemos podido conservar, a duras penas, el maldito talante se ha convertido en un desgraciado recuerdo y su impulsor en causa de todos los males presentes.
Ahora, como nos pide Stephane Hessel, es el momento de la indignación y nadie más apropiado que nosotros, para defender y poner en práctica la teoría de este anciano guerrero, que aún tiene la valentía de enmendarnos la plana, invitándonos a olvidar con prontitud las gilipolleces aprendidas en el pasado, para subirnos, sin demora, al tren de los iracundos cascarrabias que no se callan ni debajo de agua.
Y va a tener razón. Que ya está bien de fingidas sonrisas y de disimulos falaces que hagan creer a los demás que nuestras vidas son de color de rosa, mientras nuestras sufridas mejillas se hallan enrojecidas y maltrechas, tras recibir tal suerte de mamporros, como si hubieran perdido toda su sensibilidad ante los malos tratos que nos propinan a diestro y a siniestro.
Estamos y vamos a demostrarlo, pero que muy enfadados. Por eso vamos a mandar al carajo al maldito talante, a su promotor, a sus amiguitos europeos que ya habían empezado a considerarnos como un recinto en el que depositar todo tipo de excrementos, a los señores banqueros que nos empujaron a entramparnos hasta los ojos para después dejarnos sin nada, a los líderes de la oposición que nos abruman, aún mas, con su catastrofismo apocalíptico, a los bandoleros de corbata y trajes de alta costura, a los depredadores de los dineros públicos, a los especuladores que juegan con nuestro miedo para tenernos cogidos por los huevos y a la madre que los parió a todos, para desgracia nuestra.
No se preocupe pues el señor Hessel, porque nuestra indignación va en aumento.