jueves, 28 de abril de 2011

El tierno asombro de Ana María





En los tiempos que corren, es de agradecer que gente de la talla profesional de Ana María Matute aún pertenezcan a esa categoría humana que es capaz de vivir en permanente asombro.
Acaba de hacer una demostración evidente en el discurso pronunciado en el acto de entrega del premio Cervantes, que por fin le ha sido otorgado tras una vida de dedicación a la literatura que ha dejado obras de reconocido prestigio.
Tiene Ana María ese aire de sencillez extrema que la hace destacar entre un gran número de falsos intelectualoides que aprovechan ocasiones como ésta para hacer alarde de su superioridad lingüística, aburriendo a los asistentes con largas peroratas que nadie termina de entender.
Absolutamente desligada de este tipo tan común en los círculos artísticos, la escritora se atrevió a componer su intervención con un idioma popular y magnífico con el que supo llegar directamente al corazón de todos, sin la necesidad de pavonearse de su labor, a pesar de tener amplios motivos para ello.
En cierta medida, me recordó al discurso pronunciado por José Saramago cuando fue elegido hijo predilecto de Andalucía e igual que él entonces, el carácter emotivo de las palabras pronunciadas, consiguió plenamente el objetivo de amenizar una velada ciertamente seria, hilando sólo pensamientos personales, lejanos de la solemnidad que suele acompañar a eventos como éste.
Es de agradecer que la línea argumental del discurso fomentara la cercanía con el pueblo, sin agobiarlo con vocablos incomprensibles y rebuscados sólo compartidos por algunas minorías demasiado selectas.
Afortunadamente, siendo capaz de conservar el asombro que declaró haber adquirido en su más tierna infancia, le habrá resultado fácil establecer una conexión humana con los que se encuentran al otro lado de la historia de cualquier libro: los lectores.
Seguramente coincidirá conmigo en la idea de que la literatura no puede ser concebida para uso exclusivo de una élite de formación superior y que tiene la obligación de intentar ser comprendida por las mayorías, como vehículo transmisor de historias capaces de mover a la lectura al mayor número posible de personas, que de otro modo, tendrían que renunciar a este placer inmenso.
Nada tiene que ver la imaginación con el lenguaje enrevesado o el barroquismo insufrible con que determinados autores acometen sus obras, desdeñando a sectores del público que no han tenido la oportunidad de acceder a una educación de nivel superior o la fortuna de comprender que uno nunca debe terminar de aprender, por muchos años que viva.
Esta perla preciosa, la imagen de las lágrimas emocionadas de Ana María Matute, asombrada por la concesión del Premio Cervantes y su bellísima simplicidad rebosante de lirismo, merecen una mención especial si miramos alrededor para contemplar los horrores diarios que nos circundan.
Es su grandiosa ancianidad, un ejemplo a seguir para las nuevas generaciones de escritores y una dosis de alegría para los que ya la conocíamos desde hace mucho tiempo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario