miércoles, 9 de noviembre de 2011

Una herida incurable

Ahogada en una guerra de números negativos, Europa camina a la deriva por un mar de incertidumbre, en medio de una tormenta interminable en la que ni siquiera se espera una mejoría que tranquilice a los estados.
Naciones milenarias, cunas de la cultura occidental, quedan reducidas a ceniza y van perdiendo paulatinamente su identidad, tras una cortina de conceptos económicos, que escapan a la bisoñez de los ciudadanos de a pie, nunca antes educados para comprender estas materias y atenazados por el miedo a una pobreza que creían lejana, mientras vivieron el espejismo de su riqueza pasajera.
Al borde mismo del rescate, Italia se tambalea en la cuerda floja intentando decidir cómo caer para que resulte menos doloroso y Berlusconi promete a regañadientes su esperada dimisión, no sin antes haber dejado resueltos los compromisos de reformas exigidos por sus prestamistas.
Grecia sigue sin dar con el hombre adecuado para hacerse cargo de la ruina en que se encuentra inmersa, probablemente porque a ningún político moderno le interesa dirigir un país, en el que no se pueda llenar los bolsillos.
Los carroñeros que manejan las finanzas y que son los únicos que al final saldrán beneficiados de la crisis, revolotean incesantemente intentando sacar de sus escuálidas presas, algún trozo de carne que llevar hasta el escondite en que hacen aprovisionamiento de fondos y la imagen de prestigio que nuestro continente tenía, queda ahora en un simple recuerdo apisonado por la insaciable avaricia de aquellos que nos prometieron que con ellos alcanzaríamos la felicidad.
La caótica situación ni siquiera permite atisbar un resquicio de esperanza. Tratan de hacernos ver que la vida sigue, nos drogan con la fantasía de sus promesas electorales imposibles de cumplir y aparecen en sus reuniones de alto nivel con trajes de diseño, mientras nos tiran a la cara nuestra propia miseria y hacen de nuestros hijos una legión de desempleados sin futuro.
Ya no nos quedan dioses a los que implorar el milagro de la salvación en esta sociedad que ha cambiado sus creencias por letras de cambio y cada día es más espantosa la sensación de soledad que experimentan los pueblos, abandonados a su suerte por la corrupción de sus políticos.
Y mientras nuestras voces suenan en las calles rebelándose contra la tiranía despiadada de los poderosos, los mercados de valores siguen emitiendo millones de dígitos, jugando al alza y a la baja con nuestro provenir, sin consultar siquiera si estamos de acuerdo con el camino que nos marcan.
Ahora amenazan a las naciones asiáticas, pronosticando que tampoco ellas se librarán del azote que reprime a los occidentales y hasta, probablemente, exigirán también allí reformas que esclavicen aún más a los trabajadores, cuyas condiciones laborales ya son de una dureza infinita.
Alguien tiene que parar esta locura colectiva que nos aliena y alzarse contra ella con fuerza, hasta extirpar de raíz su malignidad, de manera que no vuelva nunca a reproducirse.
La humanidad está herida de muerte, aunque su enemigo no tenga forma física ni residencia en lugar conocido.

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