Se apaga la voz potente de José Antonio Labordeta ,de la que todos éramos cómplices desde hace tantos años, y se nos queda dentro esa desazón que nos recorre el alma cuando nos abandona alguien con quien, a veces sin conocerlo, acostumbrábamos a convivir.
Cuando este profesor se calzó la mochila para recorrer los caminos más recónditos de España y su rostro se hizo popular en cada casa mientras caminaba pueblo a pueblo de nuestra geografía, muchos de nosotros ya nos habíamos levantado del asiento en múltiples ocasiones arrastrados por la fuerza de su voz torrencial que nos invitaba desde un escenario a reclamar la parcela de libertad que nos arrebataban a diario desde la férrea dictadura franquista.
Yo volví a verlo después de mucho tiempo en unos cursos de poesía organizados por la Universidad y me sorprendió gratamente que conservara la sencillez de los comienzos y que llegara de manera inmediata, con sus canciones y su guitarra, a la sensibilidad de los muchos jóvenes que nos acompañaban en el aula y que le ovacionaron durante varios minutos.
Inmediatamente se estableció una corriente de simpatía, probablemente fruto de sus años como docente, y la conversación después del acto se prolongó durante todo el tiempo que la gente se quiso quedar.
Supongo que los asistentes al curso reconocerían más tarde a Labordeta cuando llegó al Parlamento como diputado e incluso se extrañarían de la cercanía que con ellos había tenido cuando le oyeron por primera vez. Pero esto no era de extrañar viniendo de un hombre fiel a sus principios que actuaba bajo total convencimiento de unas ideas de igualdad y que hacía lo posible por llevarlas a la práctica con una sencillez que no hacía más que demostrar su grandeza.
Todos sabemos lo demás: su lucha por dignificar la música aragonesa con pinceladas de poesía social desde sus letras reivindicativas, su fino sarcasmo frente a sus opositores políticos a quienes nadie dijo jamás tantas verdades en un lenguaje tan simple, la sencillez personal con que aparecía ante la gente, sin moverse un ápice de su posición inicial aunque sus circunstancias hubieran cambiado y se supiera observado por millones de espectadores a través de la televisión.
Nunca podremos agradecer bastante el ahínco con que nos alentó a encaminar nuestros pasos hacia la consecución de la libertad ni la lección magistral que fue su vida sin ostentaciones como demostración de que se puede subsistir en política sin vender al mejor postor los ideales o los actos.
No se me ocurre mejor despedida que unos versos de Horacio Guaraní:
Si se calla el cantor, calla la vida
Porque la vida misma es como un canto.
Si se calla el cantor, mueren de espanto
la esperanza, la luz y la alegría
Si se calla el cantor, se quedan solos
los humildes gorriones de los diarios.
Los obreros del puerto se presignan
quién habrá de luchar por su salario…
Cuando este profesor se calzó la mochila para recorrer los caminos más recónditos de España y su rostro se hizo popular en cada casa mientras caminaba pueblo a pueblo de nuestra geografía, muchos de nosotros ya nos habíamos levantado del asiento en múltiples ocasiones arrastrados por la fuerza de su voz torrencial que nos invitaba desde un escenario a reclamar la parcela de libertad que nos arrebataban a diario desde la férrea dictadura franquista.
Yo volví a verlo después de mucho tiempo en unos cursos de poesía organizados por la Universidad y me sorprendió gratamente que conservara la sencillez de los comienzos y que llegara de manera inmediata, con sus canciones y su guitarra, a la sensibilidad de los muchos jóvenes que nos acompañaban en el aula y que le ovacionaron durante varios minutos.
Inmediatamente se estableció una corriente de simpatía, probablemente fruto de sus años como docente, y la conversación después del acto se prolongó durante todo el tiempo que la gente se quiso quedar.
Supongo que los asistentes al curso reconocerían más tarde a Labordeta cuando llegó al Parlamento como diputado e incluso se extrañarían de la cercanía que con ellos había tenido cuando le oyeron por primera vez. Pero esto no era de extrañar viniendo de un hombre fiel a sus principios que actuaba bajo total convencimiento de unas ideas de igualdad y que hacía lo posible por llevarlas a la práctica con una sencillez que no hacía más que demostrar su grandeza.
Todos sabemos lo demás: su lucha por dignificar la música aragonesa con pinceladas de poesía social desde sus letras reivindicativas, su fino sarcasmo frente a sus opositores políticos a quienes nadie dijo jamás tantas verdades en un lenguaje tan simple, la sencillez personal con que aparecía ante la gente, sin moverse un ápice de su posición inicial aunque sus circunstancias hubieran cambiado y se supiera observado por millones de espectadores a través de la televisión.
Nunca podremos agradecer bastante el ahínco con que nos alentó a encaminar nuestros pasos hacia la consecución de la libertad ni la lección magistral que fue su vida sin ostentaciones como demostración de que se puede subsistir en política sin vender al mejor postor los ideales o los actos.
No se me ocurre mejor despedida que unos versos de Horacio Guaraní:
Si se calla el cantor, calla la vida
Porque la vida misma es como un canto.
Si se calla el cantor, mueren de espanto
la esperanza, la luz y la alegría
Si se calla el cantor, se quedan solos
los humildes gorriones de los diarios.
Los obreros del puerto se presignan
quién habrá de luchar por su salario…
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