Sería pecar de ingenuidad creer que los problemas de racismo en Europa hace tiempo que fueron superados. La idea de la apertura mental del viejo continente, tan extendida entre una gran parte de la candorosa población norteamericana, no es más que una leyenda que ni siquiera se acerca a la triste realidad vivida por algunos colectivos que, en esta tierra que pisamos, aún sufren persecución por motivos de raza, como si el ideario nazi habitara entre nosotros construyendo nuevos mundos de pureza etnográfica compuestos por superhombres sin mácula sanguínea.
Sólo nos hace falta una ocasión para demostrar la parte más oscura de nuestros sentimientos. Es verdad que la crisis y sus desastrosas consecuencias en el ámbito laboral, ha conseguido poner en el punto de mira a los grandes movimientos migratorios que hemos aceptado durante los años de ampuloso bienestar y que creyeron llegar a un destino paradisíaco en el que no era posible la terrible imagen de la pobreza.
Nunca los admitimos de buen grado y hay que reconocer que sólo porque no dudaban en ocupar los puestos de la escala más baja del mundo del trabajo, los aceptamos a nuestras órdenes dejando clara nuestra superioridad intelectual mientras ejercíamos sin reparos una práctica de degradación con nuestros visitantes lejana a nuestro tradicional pasado de caridad cristiana y ,por supuesto, dejándonos querer por sus jugosas aportaciones a las arcas de los Estados, por no hablar del enriquecimiento personal de los que se mueven en el mundo de la economía sumergida.
De cara a la galería, hemos presumido a manos llenas de la liquidación de nuestras fronteras presentando al gran mercado Europeo como paradigma de la perfección más absoluta y como adalid de la libertad en el tránsito de los ciudadanos que lo componen sin pasar siquiera por la exigencia de un previo contrato de trabajo para el trasiego entre naciones amigas.
Y ahora que la cuna francesa de la libertad por excelencia, amparada por los números negativos de las horas amargas, organiza una expulsión de gitanos hacia sus países de origen, las voces progresistas de los próceres más distinguidos de todas las proclamas del globalizado bienestar, permanecen en el más absoluto silencio reconociendo con su mutismo la fragilidad de sus aparentes creencias y hasta, en ciertos aspectos, aplauden soterradamente la iniciativa sin pararse a meditar el trasfondo ideológico que conlleva tan disparatada experiencia.
Borran de un plumazo la horripilante imagen de los asentamientos en sus bellas ciudades construidas a base de presupuestos millonarios, eliminan sin pestañear todo aquello que pudiera en algún momento recordar que en el paraíso europeo aún existe la pobreza, condenan al ignorante a serlo por toda la eternidad y lo transportan como ganado, atraído con una ración extra de pienso, hacia otras latitudes menos favorecidas donde su aspecto concuerde un poco más con el entorno paupérrimo de sus semejantes.
Y siguen enredados en su guerra de cifras macroeconómicas como si la existencia de la gente, sea cual sea su condición, no fuera otra cosa que algo manipulable a su antojo que se lleva y se trae a voluntad por los caminos que más convengan a la causa del capitalismo feroz que nos envuelve.
¿De verdad somos tan libres como habíamos imaginado cuando aprovechábamos el tren de la abundancia bailando al son que nos tocaban los dueños de nuestra efímera felicidad? ¿Hasta cuándo podrá durar nuestra utilidad para los dueños de este gran teatro? ¿A qué tren subiremos si cambia nuestra suerte y dejamos de formar parte de la estética preciosista del mundo de la riqueza? ¿Dónde nos ubicarán en nuestra nueva situación de desesperanza?.¿Quiénes serán los próximos?
Se ha abierto la veda del hombre en el fantástico espejismo de la Unión Europea y un regusto amargo recorre las conciencias de los que aún creemos en la utopía de la igualdad entre los seres de este planeta, sin que lleguemos a dar crédito a lo que contemplamos y que tánto recuerda aquellos éxodos hacia los campos de exterminio que nos habíamos empeñado en desterrar con todas nuestras fuerzas, como si estos años pasados no hubieran existido.
Sólo nos hace falta una ocasión para demostrar la parte más oscura de nuestros sentimientos. Es verdad que la crisis y sus desastrosas consecuencias en el ámbito laboral, ha conseguido poner en el punto de mira a los grandes movimientos migratorios que hemos aceptado durante los años de ampuloso bienestar y que creyeron llegar a un destino paradisíaco en el que no era posible la terrible imagen de la pobreza.
Nunca los admitimos de buen grado y hay que reconocer que sólo porque no dudaban en ocupar los puestos de la escala más baja del mundo del trabajo, los aceptamos a nuestras órdenes dejando clara nuestra superioridad intelectual mientras ejercíamos sin reparos una práctica de degradación con nuestros visitantes lejana a nuestro tradicional pasado de caridad cristiana y ,por supuesto, dejándonos querer por sus jugosas aportaciones a las arcas de los Estados, por no hablar del enriquecimiento personal de los que se mueven en el mundo de la economía sumergida.
De cara a la galería, hemos presumido a manos llenas de la liquidación de nuestras fronteras presentando al gran mercado Europeo como paradigma de la perfección más absoluta y como adalid de la libertad en el tránsito de los ciudadanos que lo componen sin pasar siquiera por la exigencia de un previo contrato de trabajo para el trasiego entre naciones amigas.
Y ahora que la cuna francesa de la libertad por excelencia, amparada por los números negativos de las horas amargas, organiza una expulsión de gitanos hacia sus países de origen, las voces progresistas de los próceres más distinguidos de todas las proclamas del globalizado bienestar, permanecen en el más absoluto silencio reconociendo con su mutismo la fragilidad de sus aparentes creencias y hasta, en ciertos aspectos, aplauden soterradamente la iniciativa sin pararse a meditar el trasfondo ideológico que conlleva tan disparatada experiencia.
Borran de un plumazo la horripilante imagen de los asentamientos en sus bellas ciudades construidas a base de presupuestos millonarios, eliminan sin pestañear todo aquello que pudiera en algún momento recordar que en el paraíso europeo aún existe la pobreza, condenan al ignorante a serlo por toda la eternidad y lo transportan como ganado, atraído con una ración extra de pienso, hacia otras latitudes menos favorecidas donde su aspecto concuerde un poco más con el entorno paupérrimo de sus semejantes.
Y siguen enredados en su guerra de cifras macroeconómicas como si la existencia de la gente, sea cual sea su condición, no fuera otra cosa que algo manipulable a su antojo que se lleva y se trae a voluntad por los caminos que más convengan a la causa del capitalismo feroz que nos envuelve.
¿De verdad somos tan libres como habíamos imaginado cuando aprovechábamos el tren de la abundancia bailando al son que nos tocaban los dueños de nuestra efímera felicidad? ¿Hasta cuándo podrá durar nuestra utilidad para los dueños de este gran teatro? ¿A qué tren subiremos si cambia nuestra suerte y dejamos de formar parte de la estética preciosista del mundo de la riqueza? ¿Dónde nos ubicarán en nuestra nueva situación de desesperanza?.¿Quiénes serán los próximos?
Se ha abierto la veda del hombre en el fantástico espejismo de la Unión Europea y un regusto amargo recorre las conciencias de los que aún creemos en la utopía de la igualdad entre los seres de este planeta, sin que lleguemos a dar crédito a lo que contemplamos y que tánto recuerda aquellos éxodos hacia los campos de exterminio que nos habíamos empeñado en desterrar con todas nuestras fuerzas, como si estos años pasados no hubieran existido.
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