El viento de poniente proporciona un muy deseado respiro a nuestras pieles achicharradas por las tórridas temperaturas de las últimas semanas e incluso nos devuelve la capacidad de pensar con mayor nitidez en el otoño que se avecina.
A la retranca de las posibles alianzas del Presidente del Gobierno, el Partido Popular organiza una reunión en el Parador de Toledo para, según Javier Arenas, hablar entre ellos y suponemos que imaginar una estrategia con que hostigar a los del banco azul a ver si de tanto zarandearlos se acelera su caída y suena la flauta de la convocatoria de nuevas elecciones.
Según una encuesta de la radio, parece que hay cierto crecimiento en intención de voto a favor de Izquierda Unida mientras las perspectivas del Partido de Rosa Diez se desvanecen en una nube con cierto olor a derecha que no acaba de satisfacer las expectativas de los votantes de centro acentuando la indecisión que les asalta desde que las diferencias entre PSOE y PP se van haciendo cada vez más pequeñas.
Nadie habla de cómo vamos a combatir el paro. Curiosamente, el problema más grave que se cierne sobre nuestras cabezas amenazando cada día en mayor grado la estabilidad de miles de familias, parece diluirse entre las noticias de los bailes de cifras de una macroeconomía ajena al entendimiento de los ciudadanos provocando un efecto de desapego y desconfianza en los dirigentes nada deseable si se quiere encontrar una solución real al drama que vivimos.
Unos lo están haciendo rematadamente mal y los otros se limitan a reprochárselo pero la voluntad necesaria para acabar con esta lacra que se expande afectando a casi todos los hogares del país, no aparece en los telediarios y se ignora en todos los programas de gobierno.
La hostelería ha creado la ilusión veraniega de una suavización de la crisis llenando la boca de nuestros representantes de presunciones pasajeras que se marcharán con el viento dejando al descubierto la espantosa crueldad de un desempleo que alcanza cotas imposibles de sostener y que sin duda traerá la necesidad de echarse a la calle de todos aquellos que ya nada tienen que perder, pues se han quedado sin cuanto tenían.
No esperará el señor Rajoy, si es que se llegan a celebrar elecciones y las gana, un milagro de su incondicional Iglesia que le arregle el desaguisado que encontrará a su esperadísima llegada a la Moncloa, porque si lo hace, alguien habría de decirle que las expectativas de que algo así suceda son aptísimamente improbables. No da, por otra parte, ninguna explicación satisfactoria de cual será su política económica ni mucho menos aún de qué índice de empleo piensa crear, ni de qué tipo, después de que su opositor en el gobierno le haya ahorrado el duro trance de ser el quien pusiera encima de la mesa la errática reforma laboral recientemente aprobada y que tan gravemente ha lesionado los derechos de los pocos trabajadores que aún tienen la suerte de serlo.
Su silencio debiera bastarnos para pensar a fondo antes de otorgarle cualquier tipo de confianza, sobre todo si se vuelve la vista hacia las pretensiones que siempre ha demostrado a la derecha, es decir, favorecer a los poderosos en detrimento de la clase trabajadora.
Podrá quizá la pose de defensores de los débiles que últimamente han adoptado como bandera de su imagen, confundir a quienes jamás se preocuparon de lo asuntos del Estado e incluso a los jóvenes recién llegados a estas lides que no cuentan con ninguna experiencia, pero difícilmente conseguirá convencer a quien goza de cierta memoria con esta repentina conversión de tintes ciertamente socialistas que tan bien funciona para finalmente alcanzar el poder.
Pero todo esto irá quedando claro paulatinamente cuando definitivamente nos abandone el viento de Levante y las primeras gotas otoñales asomen a las ventanas de nuestras casas devolviendo a la atmósfera su limpieza y a nuestras cabezas la facultad de discernir a quienes facultaremos para gobernarnos en los próximos tiempos. Por ahora, limitémonos a observar las estrategias de los unos y los otros. Se aprende muchísimo haciéndolo.
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