Se enciende una señal de alerta en Suecia dónde la ultraderecha se hace un hueco en el parlamento y se convierte en la llave necesaria para quien quiera gobernar abriendo de esta forma, un peligrosísimo canal para el lanzamiento de una ideología de tintes fascistas.
Como se veía venir, las desastrosas consecuencias de esta maldita crisis han ido creando un caldo de cultivo absolutamente idóneo para potenciar un desorbitado crecimiento de la filosofía neonazi que nunca dejó por entero de sobrevolar la vieja Europa.
Calentar el ambiente culpando a la emigración del crecimiento del paro, no es más que una idea que, a base de ser repetida, va calando en la población más acomodada haciendo nacer en ella un sentimiento claramente racista y poniendo a los emigrantes una diana donde clavar los dardos de la frustración por la pérdida de un nivel de vida a todas luces insostenible en los tiempos que corren.
Lo de Suecia es la punta visible de una lanza que también ha empezado a ser fabricada en otros ámbitos mucho más extraños, como la Francia de Sarkozy, y que puede llegar a convertirse en la gran ilusión de las masas si el modelo económico no cambia y se agudizan los síntomas de pobreza con que esta etapa nos viene obsequiando.
Parecía imposible que después de los horrores practicados por el nazismo, sus principios pudieran siquiera permanecer vivos en la mente de nadie después de sesenta y cinco años, pero es fácil caer en la radicalidad cuando se sufre de desesperación, sobre todo si los iluminados de turno poseen la facultad de acalorar a las gentes metiendo el dedo en la llaga de sus problemas prometiendo la salvación.
Estos brotes racistas, también alentados desde América en su particular cruzada contra los países islámicos, al final acabarán derivando en algo nada deseable para los que aún conservamos la cordura y con toda probabilidad, se generarán episodios de odio visceral hacia personas que no lo merecen sólo por el hecho de tener un color de piel distinto o ser practicantes de otra religión.
Pero parece que ya da igual quien nos gobierne y los pasos que se den con tal de salvaguardar los valores de un Dios capitalista e implacable que no pide otro culto más que la adoración al dinero y a los sacerdotes envilecidos que ocupan sus bancarias iglesias.
No importa si se escapa de las manos después, no importan los enfrentamientos ni la perversa perspectiva de un futuro capaz de excluir a quienes se ven obligados a buscarse la vida en otras naciones, ni el egoísmo con el que afrontamos la solución de los problemas convencidos de ser el centro de este universo de superhombres.
Es de esperar que el abandono de los gobiernos progresistas se generalice en cuanto haya elecciones. Al fin y al cabo, siempre se ha creído que las derechas gestionaban mejor las crisis y las izquierdas, últimamente, se han empeñado con tesón en hacer buena esta premisa que probablemente inventó un capitalista aburrido.
Como se veía venir, las desastrosas consecuencias de esta maldita crisis han ido creando un caldo de cultivo absolutamente idóneo para potenciar un desorbitado crecimiento de la filosofía neonazi que nunca dejó por entero de sobrevolar la vieja Europa.
Calentar el ambiente culpando a la emigración del crecimiento del paro, no es más que una idea que, a base de ser repetida, va calando en la población más acomodada haciendo nacer en ella un sentimiento claramente racista y poniendo a los emigrantes una diana donde clavar los dardos de la frustración por la pérdida de un nivel de vida a todas luces insostenible en los tiempos que corren.
Lo de Suecia es la punta visible de una lanza que también ha empezado a ser fabricada en otros ámbitos mucho más extraños, como la Francia de Sarkozy, y que puede llegar a convertirse en la gran ilusión de las masas si el modelo económico no cambia y se agudizan los síntomas de pobreza con que esta etapa nos viene obsequiando.
Parecía imposible que después de los horrores practicados por el nazismo, sus principios pudieran siquiera permanecer vivos en la mente de nadie después de sesenta y cinco años, pero es fácil caer en la radicalidad cuando se sufre de desesperación, sobre todo si los iluminados de turno poseen la facultad de acalorar a las gentes metiendo el dedo en la llaga de sus problemas prometiendo la salvación.
Estos brotes racistas, también alentados desde América en su particular cruzada contra los países islámicos, al final acabarán derivando en algo nada deseable para los que aún conservamos la cordura y con toda probabilidad, se generarán episodios de odio visceral hacia personas que no lo merecen sólo por el hecho de tener un color de piel distinto o ser practicantes de otra religión.
Pero parece que ya da igual quien nos gobierne y los pasos que se den con tal de salvaguardar los valores de un Dios capitalista e implacable que no pide otro culto más que la adoración al dinero y a los sacerdotes envilecidos que ocupan sus bancarias iglesias.
No importa si se escapa de las manos después, no importan los enfrentamientos ni la perversa perspectiva de un futuro capaz de excluir a quienes se ven obligados a buscarse la vida en otras naciones, ni el egoísmo con el que afrontamos la solución de los problemas convencidos de ser el centro de este universo de superhombres.
Es de esperar que el abandono de los gobiernos progresistas se generalice en cuanto haya elecciones. Al fin y al cabo, siempre se ha creído que las derechas gestionaban mejor las crisis y las izquierdas, últimamente, se han empeñado con tesón en hacer buena esta premisa que probablemente inventó un capitalista aburrido.
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