No quisiera atacar el problema de la violencia de género desde la visceralidad, pero es prácticamente imposible apartar los sentimientos cuando se contempla el corto avance que se produce en este tema mientras crece la enorme lista de mujeres asesinadas sin que ninguna de las medidas hasta ahora adoptadas, sea capaz de acabar con esta lacra social que se ha implantado en nuestro país sin aparente solución a corto plazo.
Me duele decir que hemos perdido la cuenta de las víctimas y que incluso somos capaces de contemplar estas noticias con cierta naturalidad si el hecho no nos toca directamente.
Es como si aceptáramos que todo depende de la suerte de cada cual a la hora de elegir pareja e incluso aún, en muchos casos, queremos considerar que un ramalazo de locura se apoderó del agresor mientras empuñaba el arma asesina, quemaba la casa que se vio obligado a abandonar por orden judicial o precipitaba su coche sobre el cuerpo de la mujer a la que un día juró amor eterno.
Ciertamente ninguna está exenta de tener que compartir su vida con esta delincuencia practicada bajo el resguardo del domicilio familiar y es verdad que todos somos un poco cómplices de tolerar en silencio la tortura permanentemente infringida sobre las mujeres de nuestro entorno y hasta somos culpables de haber reído alguna vez con los perversos chistes inventados que minimizan la gravedad del problema que acabará en muerte para quien, presa de un pánico incontrolable, decide ocultar su situación de amargura y espera la nueva agresión con la resignación de una santa.
También los hombres desoyen absolutamente las llamadas de alerta y son pocos los que levantan la voz ante lo abominable adhiriéndose a la causa femenina detrás de cuya identidad podría encontrarse el nombre de sus hijas.
La insuficiencia de cuerpos de seguridad para la vigilancia de las maltratadas hace que en la mayoría de los casos, sea inevitable que se produzca la tragedia y las persecuciones den su fruto dejando una estela de huérfanos que seguramente desearon con ansia la muerte repentina del que los dejará finalmente en una indefensión absoluta.
También las condenas se quedan por lo general cortas y carecen de rigor con estos terroristas domésticos. Mientras los psiquiatras tratan de demostrar que estos individuos son prácticamente imposibles de reinsertar, una larga cadena de jueces comete error tras error fijando las penas a cumplir en cosas tan estúpidas como el número de veces que el arma penetro en el cuerpo indefenso de la víctima o incluso obligándola a convivir bajo el mismo techo con quien la obsequia a diario con maltrato psíquico o físico.
Esto no genera tranquilidad en quien espera con pánico que el condenado vuelva a la calle porque, en las más de las veces, ya se ha ocupado con anterioridad en amenazarla de muerte e incluso ha hecho lo posible por reducir los años de cárcel escudándose en una conducta ejemplar que choca de frente con los momentos de sadismo que practicó con ella a lo largo del tiempo.
Y lo peor es que mañana volverá a darse un nuevo caso sin que nuevamente funcionen las órdenes de alejamiento, las pulseras de localización o los refugios para mujeres, como si esta tara de violencia se hubiera hecho un hueco a perpetuidad en los noticieros que nos muestran las tímidas manifestaciones de los allegados en las plazas de los pueblos.
La rendición ante tamaña iniquidad constituiría un delito de traición con los nombres de las que cayeron por haber nacido mujeres en un país de machistas sin que jamás hubieran contado con el apoyo de nadie para mejorar su calidad de vida.
Y aún es más grave si en las encuestas realizadas a los jóvenes comprobamos con perplejidad que un porcentaje elevadísimo considera normal que le hablen a gritos o incluso recibir una bofetada motivada por un ataque de celos.
Mal hacen lo progenitores en no advertir a sus hijos que a la primera señal de este tipo se impone una retirada total del monstruo que tienen enfrente porque, lo que al principio pudiera ser considerado como amor, suele, a todas luces, acabar en tormento e incluso llegar a ser la causa que acabe con la vida de quien ni siquiera ha empezado a recorrer su propio camino.
Llueve sobre mojado cuando se impide la igualdad de los géneros sin acusar con el dedo a los agresores e incluso aceptándolos en nuestro entorno como uno más sin tener en cuenta sus inclinaciones malignas.
El único acto de cordura de estos individuos es recurrir al suicidio cuando la suerte ya está echada. Lástima que su sensatez nunca los lleve a abandonar este mundo antes de haber derramado la sangre de estas mártires del siglo XXI.
Me duele decir que hemos perdido la cuenta de las víctimas y que incluso somos capaces de contemplar estas noticias con cierta naturalidad si el hecho no nos toca directamente.
Es como si aceptáramos que todo depende de la suerte de cada cual a la hora de elegir pareja e incluso aún, en muchos casos, queremos considerar que un ramalazo de locura se apoderó del agresor mientras empuñaba el arma asesina, quemaba la casa que se vio obligado a abandonar por orden judicial o precipitaba su coche sobre el cuerpo de la mujer a la que un día juró amor eterno.
Ciertamente ninguna está exenta de tener que compartir su vida con esta delincuencia practicada bajo el resguardo del domicilio familiar y es verdad que todos somos un poco cómplices de tolerar en silencio la tortura permanentemente infringida sobre las mujeres de nuestro entorno y hasta somos culpables de haber reído alguna vez con los perversos chistes inventados que minimizan la gravedad del problema que acabará en muerte para quien, presa de un pánico incontrolable, decide ocultar su situación de amargura y espera la nueva agresión con la resignación de una santa.
También los hombres desoyen absolutamente las llamadas de alerta y son pocos los que levantan la voz ante lo abominable adhiriéndose a la causa femenina detrás de cuya identidad podría encontrarse el nombre de sus hijas.
La insuficiencia de cuerpos de seguridad para la vigilancia de las maltratadas hace que en la mayoría de los casos, sea inevitable que se produzca la tragedia y las persecuciones den su fruto dejando una estela de huérfanos que seguramente desearon con ansia la muerte repentina del que los dejará finalmente en una indefensión absoluta.
También las condenas se quedan por lo general cortas y carecen de rigor con estos terroristas domésticos. Mientras los psiquiatras tratan de demostrar que estos individuos son prácticamente imposibles de reinsertar, una larga cadena de jueces comete error tras error fijando las penas a cumplir en cosas tan estúpidas como el número de veces que el arma penetro en el cuerpo indefenso de la víctima o incluso obligándola a convivir bajo el mismo techo con quien la obsequia a diario con maltrato psíquico o físico.
Esto no genera tranquilidad en quien espera con pánico que el condenado vuelva a la calle porque, en las más de las veces, ya se ha ocupado con anterioridad en amenazarla de muerte e incluso ha hecho lo posible por reducir los años de cárcel escudándose en una conducta ejemplar que choca de frente con los momentos de sadismo que practicó con ella a lo largo del tiempo.
Y lo peor es que mañana volverá a darse un nuevo caso sin que nuevamente funcionen las órdenes de alejamiento, las pulseras de localización o los refugios para mujeres, como si esta tara de violencia se hubiera hecho un hueco a perpetuidad en los noticieros que nos muestran las tímidas manifestaciones de los allegados en las plazas de los pueblos.
La rendición ante tamaña iniquidad constituiría un delito de traición con los nombres de las que cayeron por haber nacido mujeres en un país de machistas sin que jamás hubieran contado con el apoyo de nadie para mejorar su calidad de vida.
Y aún es más grave si en las encuestas realizadas a los jóvenes comprobamos con perplejidad que un porcentaje elevadísimo considera normal que le hablen a gritos o incluso recibir una bofetada motivada por un ataque de celos.
Mal hacen lo progenitores en no advertir a sus hijos que a la primera señal de este tipo se impone una retirada total del monstruo que tienen enfrente porque, lo que al principio pudiera ser considerado como amor, suele, a todas luces, acabar en tormento e incluso llegar a ser la causa que acabe con la vida de quien ni siquiera ha empezado a recorrer su propio camino.
Llueve sobre mojado cuando se impide la igualdad de los géneros sin acusar con el dedo a los agresores e incluso aceptándolos en nuestro entorno como uno más sin tener en cuenta sus inclinaciones malignas.
El único acto de cordura de estos individuos es recurrir al suicidio cuando la suerte ya está echada. Lástima que su sensatez nunca los lleve a abandonar este mundo antes de haber derramado la sangre de estas mártires del siglo XXI.
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