Viven los partidos políticos de la observación minuciosa de los errores de sus oponentes, empleando la mayor parte de su discurso en la crítica destructiva de las faltas ajenas sin contemplar siquiera la autocrítica como medida necesaria para un mejor desempeño de las propias funciones.
Se enzarzan en reiterativos discursos contra la inútil mediocridad de los adversarios, que agradan ante sus entregados seguidores, evitando exhaustivamente implicarse de forma contundente en abrir las ventanas de su ideario para que los que aún no se han decidido por una determinada corriente, puedan llegar a decidir su inclinación política por amor a una ideología, en lugar de por rencor hacia las otras.
Queda claro que en el momento en que un ciudadano alcanza la mayoría de edad, adquiere una inusitada importancia para los que aspiran al poder y pasa, de un plumazo, de ser adolescente a votante representando un nombre en una golosa lista que todos quieren llevar a su terreno como logro de sus aspiraciones gubernamentales, sin importar el convencimiento que en la doctrina elegida pueda tener el recién llegado a los colegios electorales.
La técnica del desgaste ha funcionado a las mil maravillas en nuestra última etapa democrática convirtiéndose a los ojos de quien quiera mirar en algo que convive con nosotros a diario, que se expande por todos los canales informativos hasta llegar a nuestros hogares y que incluso cosecha ejemplos a otros niveles que nada tienen que ver con la política, como si hubiera un empeño en mostrar la cara más amarga de una convivencia institucional que ni siquiera se molesta ya en reflexionar sobre un posible enriquecimiento de sus variadas filosofías con que ganar adeptos a formaciones que, en algunos casos, contemplan más de un siglo de historia.
De este modo, es natural que el ciudadano no sepa discernir entre la procedencia de los unos y los otros y que frecuentemente se oiga en la calle la coletilla de “son todos iguales”, no sin cierta razón que lo avale al contemplar la línea de los discursos.
Han matado los conceptos de derecha e izquierda construyendo un amasijo de seres maledicientes contra la labor ajena carentes de una diferenciación capaz de hacer reconocibles unas señas de identidad necesarias para mover las conciencias, sin dar importancia a sufrir una pérdida paulatina de rasgos característicos que son, al fin y al cabo, las fuentes de que se nutre toda ideología.
Sólo importa arrancar la risa fácil de un auditorio previamente ganado, la ovación recurrente cada vez que se ridiculiza al otro y el tan apreciado voto de los que nunca acaban de inclinar su balanza hacia ningunas siglas y que resulta fácilmente obtenible con la ironía barata y la agresión verbal escrita en todas las páginas de todos los discursos.
No queda un solo líder capaz de sostener sus propuestas en la solidez de su convencimiento sin tener que apelar al desprestigio bufonesco o a la investigación profunda de las equivocaciones de la oposición.
De ahí el desinterés de las masas por la vida pública y el mortal aburrimiento que provocan las retransmisiones de las sesiones del Parlamento o la desidia de la juventud ante lo que más debía preocuparle de cara a su futuro.
Podrían preguntarse de qué hablarían, si por esas casualidades que se dan en la vida, un día se levantasen y los otros no hubieran cometido ningún error. Acaso así, les surgiera la necesidad de un profundo análisis de sí mismos y empezaran a construir algo nuevo que reportara un triunfo merecidamente ganado.
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